Jaime Alberto Vélez: una amistad interrumpida

En medio de un horizonte literario, como el dado en Antioquia en estos últimos años, tan afecto a la diatriba racista y misógina, o a la sicaresca que oscila entre una mantis miliciana muy renombrada y un montón de asesinos adolescentes, o al insípido anecdotario de un cierto realismo de barrio comunal, o a la ramplonería sentimental de los costumbrismos regionales, encontrarse con la obra de Jaime Alberto es algo así como un milagro. Su escritura depurada, la certeza de que hacer literatura no puede reducirse a los frecuentes actos del exhibicionismo periodístico, y la práctica de un escepticismo lúcido, son suficientes motivos para celebrarlo. Nadie homenajeó, como se lo merecía, a Jaime Alberto Vélez cuando murió el primer día de febrero de 2002. Esperamos en vano a que El Malpensante le dedicara más que esa avara nota necrológica que escribió en su momento. En Medellín apenas un ceniciento dossier de dos textos se le hizo en una revista más para académicos que para escritores. Jaime Alberto era lo segundo así se ganara la vida en los claustros de la enseñanza. Y creo que al verse homenajeado en esas páginas, se hubiera reído con ironía si es que existe el más allá para los escritores A todos nos corresponde, hasta en el reino de la muerte, la necesaria dosis de los malos entendidos. Y aunque la Revista de la Universidad de Antioquia, de la cual Jaime Alberto fue colaborador y parte fundamental de su comité durante tantos años, quiso celebrar su memoria publicando algunos textos de su novela inédita sobre la baraja y una nota que celebraba la existencia del poeta, el fabulista y el ensayista, creo que habría hecho mejor si hubiera ofrecido un dossier sobre su obra. Siendo el mejor ensayista de la Medellín de fin de milenio, quiero decir que entre sus escritores era quien mejor observaba esta triste condición nuestra y mejor se burlaba de ella, la prensa de esta ciudad insensata no le hizo ningún obituario. Qué lo iba a hacer si sus diarios siempre andan tras las muertes de prohombres políticos y de los ya sabidos muertos de las masacres perpetradas por el ejército, los paramilitares y la guerrilla. Ante este silencio es posible concluir que Medellín no quiere mucho a Jaime Alberto Vélez y opta por ignorarlo. Tanto es así que en una sospechosa antología de ensayistas antioqueños publicada por el ITM, su errático antólogo nadaísta prefirió darle espacio a las peroratas políticas de los godos antioqueños que a la reflexión de los últimos ensayistas agudos de los cuales Jaime Alberto es sin duda su mejor representante Conocí a Jaime Alberto Vélez leyéndolo. Esa y no otra es la mejor manera de conocer a un escritor y, además, de celebrarlo. Leí las Piezas para la Mano izquierda y me gustaron. Siempre recuerdo con admiración esa perla narrativa que él llamó “Arcano”. Y estoy convencido de que muchos de los minicuentos de Jaime Alberto podrían figurar en una antología universal de este género arduo y malagradecido. Luego leí sus poemas de Reflejos, Biografías y Breviario y también me gustaron. Jaime Alberto es de los pocos escritores de Medellín que resisten una relectura sin que se caiga en el cansancio y la decepción. Su precisión en la escritura, esa madura influencia que sobre él ejercía el rigor y la claridad de los latinos, me siguen corroborando este juicio. Luego leí sus ensayos y comprobé con regocijo que él continuaba, a su modo, los rumbos que entre nosotros señaló Baldomero Sanín Cano. Algunos piensan que las columnas de Satura de El Malpensante pecan por el implícito deseo de querer suscitar el aplauso o el asombro típico de los espectáculos ilusionistas. Pero la literatura de todos los tiempos, desde Homero hasta García Márquez, se ha movido siempre en esos ámbitos. El ensayista, a diferencia del poeta, debe batirse en el ruedo público y lo mejor es no ir a él ataviado con la desnudez íntima del poeta. Otros, más radicales aún, siguen opinando que las columnas de Jaime Alberto estaban destinadas a un grupo de intelectuales idiotas desparramado por las grandes ciudades del país. La verdad es que no creo que el aplauso de los imbéciles sea capaz de comprender la más mínima reflexión suya. Su obra ensayística, que merece publicarse toda reunida, posee al contrario todos los ingredientes del buen ensayo. Está penetrada por la agudeza comparativa, sacude porque el nivel de la revelación ondea con frecuencia en sus conceptos, agrada porque no desconoce que el humor y la ironía son las hijas predilectas de la incredulidad, y se vuelve memorable porque lo suyo se trata de ejercicios de pensamiento anclados en un excelente y exquisito manejo del lenguaje. En el 2002 decidí regresar a Medellín luego de una larga ausencia de casi 20 años. Me alegraba el hecho de que en la misma facultad universitaria donde yo iba a trabajar, Jaime Alberto impartiera clases de literatura. Secretamente yo acariciaba la idea de compartir con él opiniones sobre el mundo de los hombres y de las letras. De manera oculta creía que, a su lado, podría acceder a circunstancias nuevas que me hicieran crecer en el sospechoso oficio de escritor.  Con emoción contenida y no exenta de cautela, Jaime Alberto era un escritor solitario, voluntariamente distanciado de todo círculo y capilla, empecé el acercamiento. Y creo que si no hubiera muerto tan repentinamente, acaso yo estuviera celebrando en estas páginas al hombre que me habría deparado una amistad más o menos consumada. Lo que me quedó, en cambio, fue la sensación amarga de un aprendizaje interrumpido. Nos encontramos varias veces en los pasillos y las cafeterías, en esos cuatro meses que coincidimos en la Universidad de Antioquia. Siempre iniciábamos la conversación con un comentario ácido sobre nuestra calamitosa literatura comercial de ahora. Y culminábamos sonriendo, con esa frescura que otorga la fusión entre la forma y el contenido de la frase memoriosa, ante una anotación audaz de algunos de nuestros escritores más  queridos. Recuerdo muy bien cuando, a este respecto, citó a Valéry: “Lo que manda es la facilidad. Pero la facilidad, si no tiene aliento divino, es desastrosa”. Otros de sus autores preferidos eran Horacio y Catulo, Montaigne y Shakespeare, Flaubert y Kafka, Arreola, Torri y Monterroso. Sólo una vez pudimos encontrarnos en algún lugar ajeno a la universidad. Comimos en el restaurante del antiguo Museo de Arte Moderno y, entre una torpeza mía que derramó su jugo sobre su camisa -Jaime Alberto no bebía alcohol, no fumaba y  era entonces un hombre excesivamente sano- y algunas acotaciones sobre nuestras vidas pasadas, prometimos hacer más frecuentes los encuentros. Poco después viajé a París y cuando volví, en enero de 2003, supe que Jaime Alberto peleaba con la muerte. No tuve la suficiente fortaleza para ir a visitarlo. Pensaba que él volvería pronto a la universidad. Además, sentía que Jaime Alberto era uno de esos hombres que prefería enfrentar a la enfermedad en medio de la soledad y el silencio y no atragantado por la visita de familiares y amigos de último momento. Sin embargo, me atreví a llamarlo unos días antes de su fallecimiento. Le dije que lo estaba esperando. Tuve la imprudencia, al despedirnos, de decirle que debía curarse para que nuestra amistad continuara. El se rió, no con la carcajada que a veces resonaba potente en los pasillos universitarios, sino de manera exhausta. Entonces respondió que lo iba intentar. Ambos sabíamos, sin embargo, que la muerte es tenaz e inflexible.
  • Admirado Pablo:

    Lo saludo con mucha felicidad y luego de leer su confesión alrededor de Jaime Alberto Vélez. Qué grato fue para mí leer esa confesión.
    Quiero contarle que estoy metido en la lectura de Jaime Alberto como trabajo de grado para una especialización en literatura e hipertextos que inicié en la U.P.B. Me interesa contar la historia del Jaime Alberto que pasó por El Malpensante. Intentaré entrevistarme con algunos de sus amigos y con los que hicieron posible su participación en la revista. Pero también quisiera entrevistarlo a usted, pedirle alguna guía.

    Atentamente,


    Alejandro González Ochoa.
    Periodista – Realizador
    UN Radio

  • no conozco tu trabajo, espero a partir de este momento acercarme a el, pero conocí a Jaime y al igual que usted pienso que no tuvo ni ha tenido el homenaje que se merecía, pero quizás el mismo lo hubiera preferido así.
    Y en medio de la tristeza que genera su recuerdo, y las lagrimas que me produce leerte, celebro tus palabras que ya son un homenaje y celebro este encuentro.

  • Apreciado Pablo, no sabe cuanto me conmueven sus palabras. Anoche precisamente Jaime volvió a conversar conmigo- también tuve la fortuna de conocerlo y sé de la profundidad de su obra. De vez en cuando sueño conversando con él y siempre escucho esa carcajada inolvidable. Aunque no creyó mucho-ni le gustaban los homenajes póstumos, creo como usted que es necesario recuperar su obra-para bien de la humanidad – y de quienes fuimos sus amigos.

  • Me sentí realmente feliz de leer este articulo y de ver sus comentarios. Yo soy la hija de Jaime Alberto… Estoy segura que en algún lugar el estará feliz de que por lo menos algunos lo hayan homenajeado

  • Hola, Pablo. Te escribo porque trabajo con la Feria del Libro de Miami y nos interesa contactar contigo. Te dejo mi correo para que me escribas. Saludos.

  • Que articulo tan excelente, te felicito. El comentario que le hiciste al final, realmente me conmovió.

  • muito obrigado pelo artigo!conocí a Jaime Alberto como compañero de bachillerato y en la facultad de letras de la Bolivariana (1966-1973). me regaló unos dibujos con dedicación, que llevo casi 50 años en mis viajes por gran parte del planeta. quizás un curioso (para mí muy valioso) aspecto (¿poco conocido?) de su persona, que quisiera compartir con quienes aprecian su obra…