Las alas de la poesía
¿Cómo puede Pablo Montoya concentrar en los exultantes poemas la alegría y el ardor, el miedo y el fulgor, la reflexión y la tristeza, el oro y la sombra?
Trazos provoca en el lector una profunda felicidad. Los breves textos surgen en el seno oculto y ubicuo de una imagen y vuelan con el perfume inconfundible de la poesía. La matriz del arte se convierte en la alegría del poema y la materia huidiza y frágil del poema hunde sus ojos en un compendio extraordinario de reflexiones sobre el hombre, la fugacidad de la vida, la belleza y la muerte. Por eso, creo, Trazos nace con el destino de clásico. ¿Qué más se puede pedir a un libro?
Lo maravilloso es que Pablo Montoya combina las estrategias. Por un lado, los poemas-relatos suponen una imagen como punto de partida: una pintura, un personaje pictórico o un fragmento hábilmente seleccionado. Y por otro, las metáforas avasallan, los narradores cambian, las voces se hacen cantos íntimos, los diálogos indirectos le hablan a un lector atento y las conjeturas se vuelven certezas poéticas. Así, las imágenes se sueltan como mariposas y se convierten en poemas: es decir, sutiles aves verbales. Trazos surge del cruce de historia, arte, invención y poesía. En el derecho, los textos se encadenan y forman una mínima serie personal de la pintura. Una historia personal de la mirada. Una historia de las voces de los que miran: irreverente, díscola, locuaz. En el revés, Montoya hurga en las imágenes, explora la dimensión narrativa y temporal de las pinturas, y produce un conjunto heterogéneo y brillante de fragmentos poéticos, hipotéticos, hipnóticos.
En muchos de los textos, la idea de Borges, el poema conjetural, funciona como el dispositivo base. Montoya juega con el yo de los pintores o con el yo de los personajes de las pinturas. Y en esa vacilación, el “narrador” de cada poema o el “yo lírico” de cada relato se modifica. Es decir, Montoya inventa un yo lírico, un curioso yo del pintor o un feliz yo del personaje de la tela. Es el caso de Baltasar Castiglione. Castiglione fue un dandy real. Pero Montoya parte de la invención de Rafael e inventa un yo que no es de Rafael ni de Castiglione. Es un yo utópico, eterno y temporal: el yo poético del poema “Rafael”.
En “Goya”, el poeta usa un narrador en tercera que no deja de ser conjetural. Se cuenta un momento en la vida de Goya. Ese momento está entre la realidad y la ficción. El texto resulta un híbrido perfecto, una de esas gemas inolvidables de la literatura.
“Ver la música de tu noche que cae y acaricia el mundo”, dice el yo del poema “Vermeer”. Este es uno de esos poemas en los que la creatividad de Montoya estalla y brilla. Es un poema hecho de visiones y rayos evanescentes. ¿Quién habla en el poema? ¿Es un amigo de la mujer que toma la carta? ¿Es el pintor? ¿Es el yo hipotético del poeta? En ese misterio se enciende el poema.
En “Tiziano”, la pulposa Magdalena se denuda. Y su luminoso cuerpo blanco enciende la penumbra y el deseo.
“Velásquez”, “Rembrandt”, “Piranesi”, “Hokusai” y “Manet”. En estos poemas la figura del retrato o del autorretrato es la clave de bóveda. Montoya se vale de estas telas célebres para urdir una trama hecha de chispazos metafóricos, lúcidas perlas verbales, reflexiones sobre la identidad que nadan en el agua inasible del poema. En esos versos encuentra la manera de hablar de modo indirecto del tiempo de los artistas y, quizás, del tiempo del autor. En ese sentido, los poemas son cristales diversos que impulsan el latido del tiempo.
“Piranesi” es un caleidoscopio de sensaciones y proezas. “Rembrandt” reflexiona sobre la fugacidad de la vida del pintor, de su esposa Saskia y de los hombres. En “Velásquez”, alguien (¿el yo lírico?) le habla a Velásquez y le dice que España se acaba. La inminencia del fin del imperio late en el poema.
“Que es corto el poema y ardua su escritura”, dice el “narrador”, la voz del poema “Manet”. Esta es una aproximación al arte poética de Pablo Montoya. El que habla es Mallarmé, o al menos eso creemos los lectores. Y la estrategia es perfecta. En la tela de Manet, el que mira al espectador es Mallarmé. En el poema de Montoya, el que habla es Mallarmé. Mirada y palabra se encuentran en un punto móvil, difuso, inalcanzable. El que mira y el que habla. El que ve al que mira y el que escucha al que habla. Montoya logra unir senderos opuestos en una sinestesia impecable, esa unión impensada que disloca el mundo y que genera nuevos sentidos.
“Van Gogh” es una carta ficcional, una misiva iracunda, utópica y verosímil. Aquí, el poema conjetural logra una de sus más altas cumbres. “Tengo el color cuya voz son las flores, las estrellas, y este frenocomio”, dice la voz desgarrada y terrible de Van Gogh, o la voz del Van Gogh del poema de Montoya que, a partir de la lectura, es la voz eterna del pintor.
En “Hopper”, es el yo triste y decadente de Hopper el que habla. Dice de sí mismo, para siempre: “Todo en mí es una desnudez despojada”.
Eva, impúdica, apasionada y serena, habla en “Cranach”. Ella no oculta su amor hacia Adán. Eva elucubra una hermosa reflexión sobre Dios y su extraño amor por el insólito primer hombre. El poema es una versión libre y heterodoxa de una tela de Cranach. Nadie, ni siquiera Cranach, podía imaginarse esa voz, el tono elusivo y conjetural de la desnuda Eva de la tela. En la pintura, Eva y Adán dialogan en silencio. En el poema de Montoya, le dice Eva a Adán: “Tú y yo, somos una breve imagen del deseo”.
Trazos no es un libro de historia. O sí. La historia es la arena y la huella, el mar de fondo y la música infinita. Es un libro artístico de historias. Pero no es un mero catálogo de las formas del arte. Es todo eso y más. Es un conjunto heteróclito e inolvidable de poemas en prosa que hacen estallar las imágenes en pedazos y que obtienen, en el aire, el conjuro de las voces: las miradas se escuchan; las palabras se miran. El lector tiene ante sí las reflexiones sobre la muerte, el tiempo y la agonía en los pliegues, en las alas, de la poesía.