Los gatos de don Germán
Se sabe del gato de Poe, negro, terrible y vengativo. Del gato de Cortázar, tan amante del jazz como de esa rama de la filosofía que es la literatura fantástica. Del gato de Foucault cuyo jugueteo tiene poco que ver con su universo de la locura y las cárceles. De los gatos de Colette que se siguen deslizando por entre los balcones del Palais Royal. Y de los de Bukowski quien decía, con honda sapiencia, que no hay mayores maestros en el arte de la vida que estos pequeños felinos capaces de dormir más de 16 horas al día.
Pero ¿quién habla de los gatos de Germán Arciniegas? Muy pocos, por supuesto. Porque a Arciniegas se le conoce especialmente por su libros de historia. Aunque sus gatos son algunos de los más entrañables de la literatura. Algunos de ellos viven en Roma, capital eterna de los gatos, en donde se dedican a las farras y a la holganza en jardines de mansiones antiguas y terminan envenenados en circunstancias extrañas. Los otros están en Bogotá, atravesando tejados de frías unidades residenciales, y abocados también a la muerte o a la desaparición en medio de las noticias de aquellos terribles narcotraficantes que ahora son héroes de telenovela.
Las vivencias gatunas del embajador colombiano pertenecen a un período en que no era costumbre operar a los gatos para evitarles sus noches atravesadas de pugnas forajidas y de gemidos del amor. Pero a Piccino, gato nocherniego y disoluto, bastante felliniano, don Germán, preocupado por los altos gastos veterinarios que le acarreaba, decide castrarlo. Y entonces Piccino se vuelve algo así como una criatura melancólica y reflexiva. Un animal propio para tomar el civilizado té hacia la caída de la tarde y no el vino sensual y pendenciero de la noche.
“Mi afecto por los gatos, dice Arciniegas, nunca ha pasado de límites estrictamente literarios”. Y, además, confiesa que le gusta verlos solo en los brazos de los otros. Por supuesto, en la medida en que leemos las diecisiete narraciones breves de su libro, nos damos cuenta que no hay mentira más piadosa que esta. Don Germán ama a los gatos muy por encima de la literatura y, por supuesto, de la historia. Su destino es, en realidad, escribir el diario trajinar de ellos. Y en este sentido, ve en sus breves existencias mitológicas estatuas de terciopelo negro, príncipes de la elegancia y el enigma, reinas coquetas en su languidez, fatídicas damas nocturnas que es imposible olvidar, bandidos de los tejados, de ojos fosforescentes, que luego buscan los brazos de él y de sus hijas para que les curen las heridas dejadas por los zarpazos del deseo.
Arciniegas estuvo tan prendado de los gatos, su vida se mezcló tan inevitablemente con estas encantadoras fierecillas, que en sus labores diplomáticas el gobierno le daba para curar a su animalerío doméstico algo que él mismo definía como “gatos de representación”.
Para quien ama a los gatos, por encima de los perros y de las otras mascotas, e incluso muy por encima de tantos seres humanos que resultan en ocasiones pesados y hasta cierto punto despreciables, Los gatos de don Germán, resulta de lectura obligatoria. La delicia, el humor, la exquisitez son los distintivos de este libro que no es, por fortuna, un best seller, sino un libro inolvidable.