Montañas

1 En otras partes ofrecen la alternativa del recogimiento. Aquí lo rechazan. Son insolentes. Irrespetuosas por su enorme presencia. Es inevitable no lanzarles una mirada a cada instante. Más allá de la muerte y los nacimientos, mirarlas es la acción esencial con que se traman nuestras horas. Pero ¿cómo es la mirada? Cambia con cada hombre que las rechaza o las acepta. Conozco a uno que dice jamás haber soñado con montañas. Otro precisa que su vigilia, con ellas presentes siempre, es el verdadero sueño. Y, sin embargo, esa mirada ensimisma. Espejo verde o azul o gris donde se proyectan el porvenir y el pasado y el presente son un abismo. Borrosos nosotros en el ahora. Deshaciéndonos con lentitud. Transcurriendo escurridizos, fugitivos, confusos. Y ellas espantosamente exactas. Impávidas ante lo que pueda significar movimiento, sucesión, transmutación. Como dioses que observan conscientes de no poder intervenir. 2  Cuántas veces el poeta -Jaramillo, Mejía, Arango, Gaviria, Echavarría- ha subido a las cimas. Y ha gritado a la ciudad desgarrada su diatriba. Cuántas injurias no han descendido hacia el hueco sin fondo de la noche de Medellín. Y todas esas voces del homenaje. Del canto y la letanía. Del treno y la celebración. Alabanza como secreción. Baba. Espuria. Semen. Y las montañas se limpian con ello para volverse increíblemente lustrosas. 3  Alguien las asocia con el espinazo de un gato. Suaves y distantes del sufrimiento. Otro las dibuja como el regazo de una mujer vigilante. Uno más anhela poseer su presencia inabarcable desde una celda. 4  El hombre cuando las mira piensa en la mujer. Las montañas son seno, matriz, vientre, nalgas, muslos. Toda ondulación en sus líneas es referencia al placer. Un anhelo de los sentidos que, al mismo tiempo, es nostalgia. Contemplar las montañas es emprender un juego amoroso. Pero es sobre todo acercamiento que alberga todas las lejanías. Caricias donde la posesión es imposible La mujer, más lúdica, más serena y soñadora, la relaciona con el hombre en reposo. El guerrero por fin despojado de armas. El labriego cuya hacha ya no importa. El observador de estrellas y ríos ajeno a las medidas. Esa divinidad remota que, transcurridos los días febriles de la creación y la repartición y la maldición, se desparrama sobre la tierra. Y no piensa. Y no idea. Y no promete. Ni amenaza. Su cara en silencio frente al cielo. En sus pupilas sólo el vuelo de un gallinazo extraviado. 5  Paradójicas. Brutales en el desamparo que acoge. Cercanas y luego definitivamente lejanas. Tan Amorosas como indiferentes. 6  Recostarse en la hamaca. Lento ir y venir. Vaivén que anhela la detención. Y las montañas delante. Sinuosidad erguida sin jamás lograr la imponencia. Mañana acaso sean la devastación y el olvido. Pero hoy son una sacudida leve. Un estremecimiento. Un impulso. Una respiración de sueño telúrico. Y la mía se sostiene en ella. Todos mis latidos se sumergen en el suyo. Y mis flujos. El de la sangre. El de la etérea linfa. El de mis humores. El que sostiene la endeble red de mis pensamientos. Y ese otro cauce que apretuja mi espera hasta exprimirla y volverla  perplejidad, preparación y potencia. Recostarse en la hamaca. Cerrar los ojos. Sentir que se es sólo este anhelo. 7  Ver rodillas donde hay montañas es cuestión de sicodelia. Veo entonces desde las cimas las simas con los ojos de la marihuana. Los flancos con el rostro mojado de alcohol. Y creo que son el costillar de una bestia prehistórica. Vislumbro el horizonte. El allende y el aquende.  El vértice y el vórtice. El nudo y la nada. Mientras se diluye en mi lengua el agua de la adormidera. Y la montaña desaparece para volverse garganta y abismo. Se deshace en el aire y se recrea en sucesivos bloques afilados. Las Imagino como espuma en donde no cesa de saltar una desnudez pura y escandalosa. Y se comprimen. En un instante son el temblor que nombra cada una de mis células. Y luego de aspirar el polvo acre, la certeza de que ella es un río vertical en mi vientre. Y cuando el universo es por fin silencio, las rozo con mi aliento. Con el mismo soplo con que se edifican el beso y la palabra. Yo soy ese primer soplo. Soy el último suspiro. Soy esta ardorosa limitación.