Durero
Surgió de talleres donde el oro se pulía con la diligencia que el agotamiento y el insomnio de los artesanos otorga a las formas de la materia. Pasó las horas de la pubertad y la adolescencia haciendo cruces, cálices y arcas cruzadas por el vuelo de ángeles pueriles. Después fue la intromisión en las técnicas de la xilografía para libros y la hechura de bocetos para vidrieras y altares. Y más tarde consumió los días en pulir tramados de la comedia humana que desembocaban en las pequeñas planchas de madera que aún se conservan. Hasta que aparecieron las explosiones delirantes del sueño apocalíptico y el retrato de su madre arrasada por los trabajos de la vida y los numerosos partos, y cada uno de los autorretratos que hablan del niño curioso, del joven arrogante, del viejo apesadumbrado. Alberto Durero pasó por el mundo sacudido por una sed de saberlo y expresarlo todo que nada ni nadie pudieron saciar. Osciló entre la piedra y el agua, entre los astros y los establos, entre los animales y los mapas, entre los santos y los relojes de arena. Desde temprano, el artista se vio obsesionado por el detalle. Quién sabe de dónde le venía esta coyuntura capaz de interrumpir cualquier asomo de plenitud. A no ser que esta fuese la vívida aunque breve sensación de creer que terminaba lo interminable. Su arte se nutrió de los anónimos moldeadores de la piedra catedralicia y los cristales pulidos del color celestial. Tal vez de allí, de esas existencias provincianas, ajenas a la comodidad del dinero y a la tibieza de los hogares prestantes, provenía su inclinación a la lobreguez. Pero la savia suya era teutónica y de ello se derivaba quizás la intranquilidad permanente que lo arrojaba con el mismo ímpetu hacia lo que estaba quieto y hacia aquello que se movía. Tal circunstancia lo obligaba a despertarse cada mañana con la impresión de que lo venidero, disfrazado con los juegos de la luz, podía colmarlo; y anochecía con la certeza de que el universo era una sucesión de signos inasibles que terminarían devorados por el olvido. Aunque ser alemán, habitar la encrucijada de los siglos renacentistas, y no preocuparse por la precipitación vertiginosa con que se presentaban las formas de lo creado a sus ojos, no solo la pujante naturaleza sino el dominio domesticado de los hombres, era como ir a contracorriente del designio al que estaba sujeto. A Durero lo conmovía la multicolor condición de lo visible. Y todo lo que veía lo sentía como satisfacción de inicio y como desolación de término. De tal modo que en su obra, al mismo tiempo, todo se eleva y cae, todo se explaya y se concentra, todo sale y se ensimisma. La prodigiosa realidad de lo cabal se expresa en medio de límites aseveraciones. La belleza más inolvidable siempre está pronta a la inmediata extinción. La ternura y la brutalidad se abrazan incesantemente. Y en el fondo y en el primer plano de sus imágenes la proliferación de lo pequeño surge como una constante frenética. Durero es un crisol en donde confluye lo vagabundo y lo sedentario. El exterior amplísimo de los viajes y el interior penumbroso de una sala de lectura. El efecto que deja su morada de manos orantes y liebres detenidas, de venecianas ensoñadoras y jinetes magros, de cónsules eruditos y moras tristes, de abetos resplandecientes y estanques solitarios, de niños de brazo y viejas dementes, es memorable por el ímpetu que prodiga en el vidente, pero también terriblemente desalentador. Durero fue un hombre de ojos indagadores cuyo universo pintado es el trasunto de un laberinto asfixiante. Por ello, luego de ver la gran retrospectiva sobre su obra en el museo Städel de Fráncfort del Meno, siento que todo ese sueño luminoso de un artista único se vierte en una condición propia de las pesadillas. Porque mirar el universo de Durero es como querer abarcar la realidad con los ojos sin jamás lograrlo. Tener entre la manos una criatura que se sabe perecedera y ansía ser un rasgo de lo perenne. Si me fuera otorgada la eternidad, escribió alguna vez el maestro de Núremberg, con la melancolía del que se sabe fugaz y precario, crearía algo nuevo cada día.