Apocalipsis
El París de Walter Benjamin está tramado de encuentros fortuitos. Su escenario es la ciudad de pasajes y callejas que construyen una compleja escritura. Y el paseante, no es más que un efímero lector. Hay que dejarse llevar entonces por esa tensión en que el ocio y la curiosidad van tomadas de la mano. Los caminos pueden ser muchos. Pero cualquier llegada es un juego ilusorio. En todo caso, en uno de esos pasajes que se delinean por los lados del bulevar de Sebastopol, estaba yo siguiendo las huellas de Benjamin cuando tropecé con el evento.
Se trataba de una exposición sobre el Apocalipsis. A primera vista no había apoyo oficial. Tampoco figuraba, después lo verifiqué, en las guías de espectáculos de la ciudad. Entré al edificio en cuestión, subí las angostas escalas y desemboqué en varios salones que guardaban los cuadros. Todos eran reproducciones. El color de las obras se veía aceptable, al menos para un aficionado como yo. Aunque el brillo o la opacidad del papel, porque allí no había otra cosa, hacía sospechar de una vulgar utilización de fotocopias. Broma de mal gusto, experiencia excéntrica, o capricho de una asociación o un individuo anónimos, la exposición cumplía de todos modos su objetivo. Mostrar diferentes versiones del Apocalipsis pintados por a lo largo de los siglos. El período iba desde los Beatos, esos comentarios iluminados del libro sagrado, hechos por los monjes medievales, hasta el juicio final de Kandinski. No había taquilla, pero sí varias personas, ataviada con túnicas, que velaban para que la visita se hiciera en orden. Cuando pregunté el precio de la entrada, se me contestó que era una colaboración voluntaria. Aprobé y mi interés no cayó en la tentación de saber a quién iba dirigido tal dinero.
Un Juan joven, recibiendo el mensaje en Patmos, iniciaba el itinerario. Un manuscrito sobre vitela ejecutado por los hermanos Limbourg donde el azul celeste inunda el pequeño universo de Dios y de los hombres. La exposición acudía así, desde el inicio, al anacronismo y al trabuco. Pero eso era buena señal. Los acontecimientos que rodean la escritura del Apocalipsis, de hecho, están surcados de contrasentidos. Es imposible, incluso, aproximarse al libro sin entender que lo que se va a leer es más un delirio que una revelación. El Apocalipsis no fue escrito por el apóstol. Y si éste lo hizo hubo de tramarlo siendo un hombre centenario. Tan viejo como lo pinta William Blake en una de sus acuarelas que dedicó al tema y que, claro está, aparecía en la exposición. En realidad, el autor del Apocalipsis es un cristiano nómada, bastante influido por los libros de Daniel, Enoc e Isaías, que pensaba en arameo y hebreo mientras iba escribiendo en griego. Nada raro pues que el libro original hubiera sido un dechado de torpezas y vacilaciones lingüísticas. Pero tal es su fuerza alucinatoria que no existe, en toda la historia de la literatura, un texto que haya estimulado tanto la imaginación de los humanos.
La primera sala estaba dedicada a los ángeles. Y había en el orden de las obras una evolución definida por el incremento del espanto. Porque a los seres emplumados que pueblan las iluminaciones de los manuscritos monásticos anglonormandos e hispánicos los signa el ademán ingenuo. Esbeltos y juveniles, con sus arpas y trompetones, muchos con sonrisas de adolescentes maliciosos, da brega creer que son estos personajes quienes transmiten el sufrimiento en las horas postreras. Luego vendrán los ángeles del Renacimiento italiano. Más corpulentos que volátiles, los de los frescos apocalípticos de Miguel Ángel y Luca Signorelli, dan la impresión de haber salido de largas sesiones de gimnasia musculatoria. Y si en ellos hay alguna huella de suspensión, lo aéreo no tiene tanto efecto en el vidente como la fortaleza de sus pectorales y el vigor de sus abdómenes y espaldas. Habrá que esperar el siglo XIX, con el surgimiento de la ciencia y el progreso positivistas, para que aparezcan ángeles menos físicoculturistas. En la exposición las aladas figuras del Renacimiento daban paso a un óleo de William Turner. El ángel que está de pie sobre el sol e invita, a gritos, a todos los pájaros para que participen en la gran cena divina. El de Turner, criatura más impresionista que romántica, encandila en medio de una atmósfera donde todo contorno humano y animal es agónica diseminación de la luz. Mientras que, marcando el fin de esta sala, el ángel de Francis Danby, descomunal y nubloso, erguido sobre un crepúsculo, hace pensar en los hongos provocados por la explosiones atómicas.
El único corredor de la exposición servía para mostrar los cuatro jinetes del Apocalipsis. Salvo el primero, el del caballo blanco, asociado por la tradición exegética al Cristo que galopa sobre su Iglesia, se sabe que los otros tres han sido copiosamente representados. El caballo rojo donde va la guerra blandiendo su espada. El caballo negro, el de las hambrunas, donde una balanza pesa los víveres prohibidos. El caballo de bruma dirigido por quien se llama Muerte. Este último es el que ha gozado de más simpatía entre los artistas. Y el más temido, quizás, en los trances de la creación. Abría la serie una reproducción salida de los talleres de Nicolas Bataille. Una típica obra de finales del siglo XIV en la que un cadavérico jinete, sonriente y ataviado de amplia túnica, cabalga por entre dos árboles florecidos. Estaba también una de las 15 xilografías que Durero hizo sobre el libro en 1497. Aquélla que muestra a las cuatro bestias escalonadas prestas a cumplir su temible misión. Luego surgía la muerte, desmadejada, sobre el caballo lívido apenas esbozado por Turner. Mano huesuda que se extiende por gran parte del cuadro y flota entre los matices que se desvanecen. Mano dispuesta a abarcar todos los rincones de la vigilia y el sueño. Por último se presentaba la acuarela de Blake, hecha a partir de la apertura del cuarto sello. Al ver una vez más al pequeño, fornido y colérico jinete, montado sobre el equino que relincha excitado ante las órdenes divinas, pensé, por su inevitable parecido físico, en ese primer ministro israelí que hace unos años arrasaba con bíblico apasionamiento los campos de refugiados palestinos.
La sala más impresionante en esta sucesión de imágenes era la dedicada al juicio final. El ojo asistía a la manera en que los pintores manejan las multitudes acosadas por el terror del último día. Ese día impredecible pero sin duda venidero, según los cristianos, en que acabará el frágil tiempo de la historia para iniciarse la feliz eternidad de los salvados o la atroz de los condenados. Y es curioso que en estos cuadros, generalmente marcados por la simetría de los dos mundos, la mirada se fije más no en el ámbito de los redimidos, sino en la suerte de los otros que mientras caen parecen repetir la esencia de un verso de Rimbaud: Vamos al fondo del abismo y ya no sabemos orar. En esos juicios sucede que buscamos detalles llamativos del suplicio. Y algunos de ellos terminan vinculados a nuestros desvelos. Juicios finales que persisten en la memoria por la presencia de algún elemento que los otros no poseen. La caída vertiginosa de los pecadores en el de Pedro Pablo Rubens. El hombre que silba entre las piernas del Satanás del Giotto, como si estuviera celebrando con jocosidad el horror. El juicio de Fra Angelico, con su diablo negro que mutila a dentelladas. El Caronte tenebroso de Miguel Ángel, que golpea a los malditos con su remo. El demonio del anónimo pintor de Boloña que a la vez come y defeca hombres. Esos dos libros abiertos sostenidos por uno de los castigados en el juicio de Jacob Jordaens. Pero el infierno que tal vez repugna y atrae más es el del Bosco. Y no sólo por la monstruosidad de sus criaturas, sino porque muchos de sus suplicios son sonoros. El Bosco supo captar, como ningún otro, la esencia del Apocalipsis. Porque en esos versículos todo suena aparatosamente. La voz de Dios es insoportable por su enorme dimensión acústica. Los ángeles gritan con voces de trueno. Sus trompetas desgarran el orden de la naturaleza. El aletazo de las langostas es un zumbido que taladra los oídos. Y si hay ese silencio que dura media hora se nos hace acaso más insufrible que el estruendo de los cataclismos. Angustiado de ver al hombre metido en el tambor, al otro que está atravesado por las cuerdas del arpa, al que atan al mástil de un laúd, a ése que le atraviesa el culo una variedad de flauta, decidí salir de la exposición.
Es verdad que me faltó recorrer la sala del cielo y la tierra prometidos a los hijos de Israel. Pero apenas pude darle un vistazo al caracol de luz, pintado por El Bosco, que moldea el paso hacia el más allá. La primavera, en cambio, estaba afuera como una revelación veraz, desparramada en el pasaje. París era dueña de un brillo de ópalo que producía un respiro apropiado para terminar la exposición. Me senté en una banca. Y gocé la bienaventuranza de la luz. El Apocalipsis no es más que un mito del porvenir de la historia, me dije. O la única realidad para los que sufren las persecuciones y las guerras. Benjamin, lo sé, aprobaría este breve desciframiento del mito.