El beso de la noche por Andrés García Londoño
Para un escritor, uno de los lugares más desafiantes para trabajar, más retadores a la hora de levantar una historia desde la página en blanco inicial, es el delirio: ese lugar donde nacen las obsesiones y palpitan las pesadillas. La razón es que no hay otro marco donde la verosimilitud de un cuento se pueda caer con más facilidad que en ese espacio en claroscuro situado entre la cordura y la locura. Si bien es cierto que para disfrutar de cualquier libro es requisito esencial que el lector le haya prestado al autor su capacidad de creer, en ningún lugar ese préstamo es más condicional que en los terrenos que rondan lo fantástico; allí donde medran las obsesiones que nutren la sombra de nuestra conciencia. Por eso, saber que en los diez cuentos que componen El beso de la noche el escritor no pierde esa confianza, pues consigue mantener el balance, como si fuera un artista del equilibrio que logra pasar una decena de veces sin descansar sobre el abismo, sería ya una razón para recomendar la lectura de este libro.
Los personajes son, todos, seres perseguidos por sus fantasmas, aunque las historias varían en lo lejos que los relatos se adentran en lo fantástico para seguirlos y conocerlos. Hay cuentos donde el delirio surge de la realidad más evidente, como “Tomás”, acerca de un joven homosexual que enloquece en medio de la violencia social, o el de la madre y el hijo que crean una pareja incestuosa en el cuento que da título al libro, o el del hermafrodita que se enfrenta a un país enloquecido por sus violencias y prejuicios en “La doble herida”. Otros transcurren en universos donde la obsesión se ha encarnado en una realidad en la que el delirio lo marca ya todo, como el delicado amante necrófilo de “Las mujeres de Aspasio”, el artista moribundo obsesionado con la belleza de las formas del agua en “El salto”, el reciclador que va hasta la locura profunda para regresar con una cordura que supera a la civilización misma en “Figuras con paisaje”, el antiguo cazador de sonidos que no soporta ya el menor ruido de “Las formas de el silencio”, o los transportistas que no encuentran lugar para descargar su ominoso paquete en “El encargo”. Finalmente, hay otros abiertamente fantásticos, como el hombre en “Insectos” que observa cómo las vidas y muertes de esos minúsculos seres se apoderan de su vivienda y de su razón, o “El muerto”, quien trata de regresar a su casa a reencontrarse con los suyos, mientras hurga con sus dedos la herida que ha dejado la bala en su cráneo y se pregunta si aún está vivo.
Por otra parte, este libro es todo menos un libro sin patria. Colombia y, en particular, Medellín están entre los pilares sobre los que ha sido construido, tal como también lo son el delirio, la enfermedad o la violencia social. Sin las marcas de ese país y de esa ciudad, sería una obra por completo distinta. Pero no se trata de la “patria boba” de tantos libros que intentan simplemente fotografiar la realidad –la mayoría con poca fortuna, por cierto, lo que no es de extrañar si consideramos que el alma de las ciudades yace en otro lugar distinto al concreto–, pues en lugar de simplemente intentar reproducir lo que lo rodea, Montoya lo pinta, y así hace suya a Medellín tal como Kafka lo hizo con Praga, Amado con Bahía o Joyce con Dublín. En El beso de la noche, Medellín se vuelve literatura. Lo que resulta trascendente, porque es en ese momento en que una ciudad se vuelve literatura cuando comienza a mostrar colores que no habíamos visto antes, y sus fantasmas, terrores y deudas con la historia se transforman en más que palabras sin sustancia y se hacen fenómenos cuyo peso y sustancia sentimos, olemos, palpamos.
Pablo Montoya ha publicado ya seis libros de cuentos (siete, si incluimos a las pequeñas historias en prosa poética de Viajeros)… Y en El beso de la noche se notan tanto su experiencia, como la honestidad de su búsqueda. En el silencio mediático que suele acompañar la creación de los autores más concentrados en construir una apuesta propia –es decir, que no suene a algo ya dicho o siga una forma ya probada–, él es, hoy por hoy, uno de los narradores más sólidos de Colombia. Ciertamente, El beso de la noche no es un libro para cualquier lector, pues gracias a la dureza de sus atmósferas y de sus temas es una obra que puede resultar difícil de enfrentar, por lo mucho que tiene de viaje al rincón más oscuro de las mentes, los deseos y la historia. Pero también por eso, quien quiera aproximarse de otra forma al dolor y las dudas que implica no sólo el ser colombiano, sino la misma condición humana, encontrará en él una experiencia nueva, distinta, enriquecedora. Una de esas experiencias que se guardan en la memoria, pues este es el tipo de libro que, una vez leído, amplía nuestra visión de lo posible y nos lleva más allá de las respuestas obvias.