El beso de la noche por Jorge Eliécer Ordóñez
El libro que voy a comentar está compuesto por diez cuentos. El contexto dominante es el área metropolitana de Medellín, entre los años 80 y el presente. Por consiguiente es un tejido de signos y de símbolos que da cuenta de la ciudad y sus habitantes en los últimos cuarenta años, tiempo que traduce una vida, como la de Pablo Montoya, el autor real, que hace las veces de cronista, voyeur, focalizador, de una realidades crudas e impactantes.
Las líneas generales del libro apuntan hacia los temas recurrentes de la sociedad colombiana del último medio siglo: narcotráfico, guerrilla, paramilitarismo, alcoholismo y drogadicción, violencia citadina y campesina, degradación ética y estética, desplazamientos forzados; factores que combinados en dosis aleatorias producen sujetos alienados, paranoicos, obsesivos, psicópatas y sexópatas, esquizoides, víctimas y victimarios, en un tramado que, por lógica de perogrullo, no podría producir otro tipo de sociedad. Invito a dar un rápido rastreo, de algunos cuentos, para corroborar lo afirmado:
Las mujeres de Aspasio es la historia de un necrófilo de los años 40, que reincide en su aberración a través de José, su espejo retrovisor. Aspasio se ha familiarizado con la muerte, ha sentido su resuello en la nuca, ha visto a su madre y hermana descuartizadas y entra en ese torbellino tanático, de manera casi natural y progresiva. Aspasio “evoluciona” de vulgar violador de cadáveres a celador nocturno, a fantasma de ciudad. Su figura siniestra es tamizada por la voz del narrador extradiegético, por las diversas versiones que se tejen de él: la secretaria, el espejo complaciente de José, el investigador-narrador, que finalmente cree encontrarlo en una garita, al lado de su termo de café cerrero y su ruana de violador obsesivo de mujeres muertas.
El Salto nos presenta a Lázaro, un compulsivo con síndrome uterino. Lo suyo es el agua, en todas sus formas y manifestaciones. Es un hidrófilo, o mejor aún, un hidromaníaco. Como todo psicorígido, es además un solitario, enfermizo proclive al suicidio. Viaja a las Cataratas de Iguazú en una misión de trabajo. Lo suyo es el agua. Va enfermo, inconforme, alterado, defensivo, obstinado. “Una bestia invisible le ha carcomido la vida”. Entre lágrimas y éxtasis, entre brumas y estrépito de cataratas hiperbóreas, se lanza al abismo. No es la paradoja absoluta de Kierkegaard, es el hombre alucinado por los estertores de la enfermedad y la belleza.
En El beso de la noche se enciende un triángulo: la madre y sus dos hijos, Mario y Carlos. La atmósfera es de abandono, de ciudad atormentada, de vidas inscritas en un laberinto social donde impera el crimen, la ley del más fuerte, los subterráneos poderes de una mafia creciente que utiliza a los jóvenes desposeídos, como carne de cañón, para luego abandonarlos a su suerte. El triángulo se va diluyendo. Mario escribe poemas románticos, Carlos envía dinero de dudosa procedencia, pero su vida es una incógnita, un dolor de ausencia. Mario, en la encrucijada envenena a la madre y se aplica igual procedimiento. El beso de la noche, el beso de la madre, el beso de la muerte: paráfrasis de los suicidados por la sociedad. Una ciudad que se puso la máscara de una opulencia ficticia, de una economía de espuma, ha tenido que pagar un precio muy alto: el beso de Judas por treinta monedas de ignominia.
Las formas del silencio es un paréntesis obligado en medio de tanta algarabía, porque la muerte suena, retumba en todos los confines, produce atroces sinestesias: olores agrios, miradas fétidas, ecos gélidos, sabores punzantes…El obsesivo silencioso y silenciador de este cuento es un enfermo positivo, un fonófobo que pasó por las etapas de coleccionista de ruidos y melómano erudito. Ahora resuelve, de manera poética, que el único sonido soportable es el que produce la colisión erótica con Cecilia, su ángel guardián.
Insectos es un relato en contrapunto, lleno de símbolos e insinuaciones. Esta vez el obsesivo es un abandonado del amor, un recluso de la soledad. Resuelve su enfermiza separatidad con un onanismo trascendente y voluptuoso. Que su amada se llame Manuela quizás sea más que una metonimia. Los insectos acuden al lugar del deterioro, comparten la animalidad del soñador. ¿Chuang-Tzu y la mariposa, en versión de nuestros tristes trópicos? Al final lo visita un animal enorme, “alimaña negra” que se eleva por los ramajes y se lanza hacia la ventana. Se pregunta el desocupado lector: ¿vestigio de la amada, se va la luna, se va el monstruo, isotopías del eterno y veleidoso femenino? El beso de la noche es múltiple, polisémico, rico en incertidumbres y misterios, puede despertar a la princesa, pero también, entregar al maestro o quitarle la fuerza al nazareo.
Tomás es el frescode una generación de colombianos que escogieron o fueron escogidos por caminos tortuosos que finalmente desembocaron en la utopía o en la locura: el narrador, especie de alter ego del autor real, Fernando, el joven rebelde que ve en la lucha armada una salida a las profundas crisis socieconómicas de su entorno, Tomás, seguidor del ideario estético de su hermano, pero cohibido por su homosexualidad manifiesta que lo lleva a la degradación física y espiritual. Curiosa paradoja de una sociedad católica y patriarcal, en su génesis, como la antioqueña, que a lo largo de su historia ha producido anticuerpos, como los que focaliza, de manera magistral, la escritura rastreada en El beso de la noche. Aquí, esa dama, misteriosa como Lady Macbeth, convierte sus labios sensuales en fauces que escupen y devoran, convirtiendo el sueño juvenil en una pesadilla adulta.
EL Muerto: Te parecés a James, dijo Gaviria, esa suerte de zombi que dialoga con el muerto. Todos los muertos se parecen, atina a pensar el desocupado lector. Cuento de estirpe rulfiana, pero con atmósfera citadina. El muerto sale de su cripta, a recoger sus pasos, como decían las viejas tías. El decorado tanático está simbolizado en los caballos, en los olores fétidos a mierda, flatos, mortecina, aguas turbias de caños y albañales. Se entremezclan el mundo miserable de los vivos que corren hacia la muerte y el de los muertos miserables que añoran la vida. ¿Qué pasaba cuando se mataba a un muñeco? Pregunta un vivo, candidato a tumba. El muerto no es James, el amigo de Gaviria, bandolero, y traidor y por último, celador de la noche, que reparte sus besos letíferos. Es Esteban, de treinta años, con mujer e hijo (como si a la muerte eso le importara). El muerto puede ser un transeúnte, un N.N., uno de tantos, que cerca a la calle Colombia camina como Nosferatu, desorientado al “enfrentar las primeras luces del día”.
El Encargo: Cristóbal, etimológicamente significa el que carga a Cristo. Aquí el jefe de los sicarios se llama Jesús y pacta con el primer Cristóbal, llevar un encargo, atravesar la noche de Medellín y deshacerse de ese misterioso bulto. La atmósfera es sórdida, lluviosa, con olor a barriobajo y antihéroes emergentes, abandonados por los dioses, en términos de Lukacs. Se evocan episodios violentos, lucha a muerte entre un guerrillero y un paramilitar, que se aniquilan siendo amigos. Tal parece que los dos Cristóbal han de repetir la historia. Al final la trama es compleja, el desocupado lector se pierde un poco. Tal vez un Cristóbal muere de unos disparos a mansalva, el encargo no es enterrado, sino abandonado entre los arbustos, mientras el metro, el taxi, la vida, las llaves del viejo Chevette, son tragados , evaporados por la luz del día que “todo lo modifica y daña”, para recordar a León de Greiff y su cantata de búhos, filosóficos y nocturnales.
Figura con paisaje bien podría haberse llamado Epifanía desplazada o Bestia dulcificada para acudir a frases del mismo contexto. Es la épica del desarraigo, el éxodo de unos campesinos que en su afán por conquistar el sueño de la gran ciudad, huyendo de múltiples violencias, tan solo encuentran más dolor, miseria y oprobio. La ciudad los devora, los convierte en víctimas, primero y victimarios, después. Serna es sobreviviente de un hogar desplazado y destrozado, busca en la pintura una vía de escape a su condición miserable. Toca fondo, es atrapado por las comunas de Medellín, salpicado por su ambiente brutal, belicoso y primario. Conoce a Tabaco, un paria, reciclador, que en medio de su existencia precaria le otorga el don de la amistad. Accede al erotismo elemental con una sirvienta que lo conmina a una lujuria sadomasoquista. Serna, como un corcho, da vueltas en la vorágine de los bajos fondos. Intenta la redención, vuelve a la casa materna. En un sobrino encuentra alivio, pero nadie puede escapar a su destino. Tabaco muere atropellado por un carro, su sobrino es asesinado. La bestia dulcificada, es decir, la ciudad, “bárbara, pero poética”, le rompe todas sus coyunturas. El mural que quiso terminar con el sobrino se convirtió en una quimera. “Serna, en algún momento se perdió entre los bosques que aún quedaban y las crestas rocosas que parecían no terminar jamás”.
Termina El beso de la noche con un texto complejo por su heterogeneidad temática: La doble herida. Régimen hermafrodita, historia con hipertextos ocultos y manifiestos, pero igual, la noche con su sordidez y su misterio, con su crimen y su desesperanza, con su ética vapuleada y su estética de lo terrible, se abre paso en la maraña de los símbolos. El narrador, de principio a fin se erige como un “emisario de las tinieblas”, un profeta de los laberintos, en los que esos seres de ficción se proyectan como alter egos de seres reales y concretos que han dejado la huella tangible de la condición humana. El desocupado lector no es un fiscal, ni un desfacedor de entuertos, menos aún, un censor al servicio del índice; tan sólo, un desprevenido transeúnte a quien le produce escalofrío salir a pasear una noche por la calle Colombia y encontrar miles de Sernas, Tabacos, Cristóbales y Gavirias, caminando a su lado.