Erratas de fe de Samuel Vásquez
El juego de las palabras suscita la inquietud. Porque se trata quizás de una posible convivencia entre el equívoco y la verdad. Son varias las interpretaciones que sugiere el título de este libro. El logro tras los tropiezos. El hallazgo en medio de la confusión. Las sombras indispensables a la hora de trazar cualquier itinerario luminoso. Yo divago sobre la ambigüedad de este título. Él nombra un matiz de nuestros tiempos. Ése que tiene que ver con la paradoja y la duda como terrenos propios en los que tan bien saben moverse los hombres. Y, sin embargo, en erratas de fe lo que hay son certezas. Y éstas son fulgurantes porque están tramadas desde la revelación y la brevedad. Esos atributos con los que el arte se viste para recordarnos cuál es el contorno de su desnudez.
La escritura de un libro como Erratas de fe exige un tránsito tortuoso. Para llegar a lo que Samuel Vásquez dice sobre el poema, sobre el silencio, sobre el actor y la palabra teatral, sobre el papel que cumple la intuición y el asombro en los ámbitos de la obra pictórica, han sido necesarias las vacilaciones de la fe. Esos desgarramientos primordiales a la hora de querer trazar sendas en el arte. Lo que quiero decir, en realidad, es que para escribir Erratas de fe es menester la sabiduría del maestro.
Son varias las maneras en que Samuel Vásquez ha abordado el arte. Su curiosidad, de algún modo, ha sido infatigable. Su aprendizaje se ha alimentado sobre todo de la intuición. Pero Vásquez jamás ha desconocido el ejercicio de la disciplina. Una de sus erratas precisamente dice “Tenemos que avivar el fuego diario de la pasión con el leño seco de la disciplina”. Consecuencia de esta singular paradoja, es inevitable que Vásquez desempeñe en Medellín, esta ciudad de frágil fe artística y de múltiples extravíos comerciales, el arduo papel del guía. No creo exagerar si digo que Vásquez es una suerte de reflejo de ese hombre antiguo que auscultaba la quietud de las grandes montañas para entender mejor la sinuosidad del agua en el poema. De ese hombre renacentista que en su taller hacía que el canto se abrazara con la palabra y ambos moldearan el mármol o la piedra. De ese hombre decimonónico, el posible sueño de Baudelaire, que creía en la intrínseca correspondencia que hay entre los perfumes, los colores y los sonidos.
Muchos atraviesan los terrenos de la sensibilidad y la inteligencia para solazarse en la contemplación de su propia imagen. Este rasgo de los artistas acaso sea atractivo y comprensible. Todo aquel que escribe, que pinta, que dirige un montaje teatral, que compone ansía contemplar algo de sí mismo en su obra. Pero lo que lo empuja también es la “inmolación del yo en el otro”. Samuel Vásquez, en este incesante trasegar por las certezas y los equívocos, está continuamente pensando en los otros. Se sumerge en la música para hacerla con los demás sin olvidar que “el silencio todo lo oye”. Observa los cuadros, indagando en la oscuridad y en la luz, para decirle al otro “que existe lo maravilloso como milagro, y no como método estético”. Hace teatro, esa manifestación artística anclada en la desgarrada alteridad, para decirnos que “sólo en el teatro y en el sueño somos actores y espectadores a la vez”.
En Erratas de fe Samuel Vásquez se apoya, a su vez, en los maestros. Pero ellos no limitan la voz de las consideraciones de este libro. Al contrario, iluminan el transcurrir del lector por entre las incertidumbres y las convicciones forjadas por aquellos que se han aproximado al arte desde la historia, la crítica y la creación. Por ello ahí están, cumpliendo su labor de fanal, el Beckett que propone trabajar con la impotencia y la ignorancia. El Chillida que dice “no conozco el sendero, pero conozco el aroma del sendero”. El Nietzsche que nos sigue consolando con una frase que bien la pudo decir Homero o el poeta más remoto de Mesopotamia: “Tenemos el arte para que la verdad no nos mate”. El Picasso que nos recuerda que “la libertad es mucho más dura de lo que se cree”. Pero Samuel Vásquez no sólo escucha a Oteiza y a Duchamp, a René Char y a Guimarâes Rosa, también se apoya en esa anónima voz amada cuando dice “la poesía es nuestra sabiduría del porvenir”. Hace suya la certeza del amigo que en el bar murmura “El mundo se exilia en la palabra”. Y nos participa el antiguo saber popular de Mario Palomeque, ese hombre del Chocó, cuando éste dice “Lo está contando bien, luego es verdad”.
De semejante talante están hechas las verdades este libro. Un libro necesario entre nosotros porque ayuda a tomar atajos, a reconocer senderos, a vislumbrar horizontes en ese extenso y casi siempre difícil camino de la creación y la interpretación del fenómeno artístico. Erratas de fe es un libro útil para quienes aprenden a pintar y a moldear la piedra. Y este aprendizaje, ya lo sabemos, dura siempre. Para quienes están preocupados por saber mirar y sentir el color en una superficie. Para aquellos que anhelan comprender lo qué significa una persona parada en un escenario frente a hombres ávidos que esperan su palabra. Es útil, finalmente, para quienes creemos que la mejor manera de enfrentar al poema, al amor y a la muerte es esa secreta intuición que nos libera cuando nos reconocemos en el arte, fragmentadamente completos y perennes en la fugacidad.