La gran novela de Coetzee
Vida y época de Michael K. es quizás la obra mayor del escritor sudafricano. En ella se sitúa a un hombre limpio en el centro de la guerra. El efecto que se produce es brutal. Recuerda, sin duda, otros ámbitos literarios. Hay algo en la novela de Coetzee que proviene del Cándido de Voltaire y de las aventuras de Bardamu que narra Céline en Viaje al fondo de la noche. Pero los tonos irónicos de los franceses han desparecido del todo en esta travesía por los intestinos de la guerra que cuenta Coetzee. Su voz, al contrario, es sobria, íntima, cargada de un lirismo desnudo y seco que actúa en el lector como un certero puño de lenguaje poético. Lo que quiero decir es que el mecanismo utilizado en las tres obras es similar. Realzar escandalosamente los contrastes, matizar estruendosamente las oposiciones, para así ubicarnos frente a la farsa de la guerra. Hombres sanos espiritualmente, incapaces de fraguar perfidias, de provocar venganzas, de ocasionar dolores, pero que están rodeados por todas partes de podredumbre humana. ¿Qué otra cosa, por lo demás, hacen Cervantes con Don Quijote y Dostoyevski con El idiota? Ubicar hombres transparentes, un poco locos o estúpidos para las mentes comunes, que creen en el poder transformador de los sueños y las quimeras; y que viven estimulados por el amor a sus seres más cercanos. Pero la literatura, acaso se trate de la vida en realidad, los enfrenta a toda suerte de iniquidades y les pone al lado los seres más despreciables y las circunstancias más viles.
Michael K. es una sombra desplazada por la guerra. Deambula por la geografía sudafricana, enloquecida por el rencor, en busca de un jardín. De hecho, Michael K. es jardinero municipal de la ciudad del Cabo. Y está convencido de que la única salida que hay para su madre y él es la posibilidad de encontrar un terreno solitario donde vivan en paz y puedan sembrar y ser alimentados por esa única realidad irrefutable que es la tierra. Esta búsqueda es el fundamento de la novela de Coetzee. El periplo de Michael K. surca las dimensiones propias de la guerra. En él hay enfrentamientos armados entre la población civil y la policía, toques de queda, necesidad de usar salvoconductos para pasar de un pueblo a otro, guerrillas en los montes que atacan a brigadas del ejército, campos de concentración y hospitales que son cárceles. Se trata, sin duda, de la Sudáfrica del Apartheid. De ese país, como lo define la narradora de La edad de hierro, “pródigo en sangre”, de esa “tierra seca que absorbe la sangre de sus criaturas”, de esa “tierra que bebe ríos de sangre y nunca queda saciada”. Pero en Vida y época de Michael K. jamás se menciona la palabra Apartheid. Y aunque los críticos se refieren a Michael K. como un hombre de piel oscura, en la obra esta distinción de piel y de cultura no trasciende. Michael K. es un hombre de cualquier parte enfrascado en una guerra que podría ser cualquier guerra. Un hombre, eso sí, marcado por algunas circunstancias: es un jardinero, es pobre, tiene labio leporino por lo que se le ha educado como si fuera un discapacitado, y vive con una madre vieja y enferma.
Michael K. es el hijo insignificante de una mujer también insignificante. Ha pasado sus treinta años como suspendido en una especie de perplejidad anómala. Durante un tiempo, por ejemplo, pierde el empleo y pasa días enteros tirado en su cama contemplándose las manos en silencio. Su conciencia permanece como si estuviera adormecida. Es uno de esos seres que escapa a toda vocación. Sabe que no tiene nada para transmitir a los otros. Por tal razón considera que el mejor lugar para él es estar donde no moleste a nadie. Su sueño es vivir fuera de los calendarios y los relojes. Habitar un rincón tocado por la gracia del olvido. Su existencia de jardinero municipal, en todo caso, no merece la atención en la ciudad del Cabo. Es uno de esos seres humanos minúsculos incapaz de generar un exigua evocación en los otros. Su madre, incluso, siempre ha sentido vergüenza de él a causa de su defecto físico. Michael K., además, es un ser de pocas palabras. Hay algo en su comportamiento que recuerda al señor K. de las historias kafkianas. Esa sensación de estar en medio de un terrible error universal, de no saber qué es lo que está sucediendo alrededor, pero comprender finalmente que lo que sucede tiene que ver inevitablemente con él, vincula la propuesta literaria de Coetzee con el autor de El Proceso y El castillo. Michal K. también procede del Bartleby de Melville. Esta propensión a la quietud espiritual, al no hablar porque esta es la actitud menos recomendable cuando se vive al lado de seres enfermos por el encono, la renuncia total del pragmatismo, son circunstancias que los une profundamente. Es como si a Bartleby se le hubiera trasladado del centro pétreo de Wall Street a los parajes demenciales de Sudáfrica. Pero Michael K. no está reducido a la inacción. Si es escaso de palabras y prefiere no hablar, piensa algunas cosas. En la guerra, por lo demás, no es apropiado pensar demasiado. Sólo lo indispensable para concluir que hay que escapar de las criminales masacres autorizadas. Michael K. no tiene nada que ver con Hamlet que, luego de transitar el laberinto de sus pensamientos, sólo actúa para destruir a los otros y destruirse a sí mismo. El personaje de Coetzee apenas sigue la orientación que le dictan ciertas verdades elementales.
La primera de esas verdades es entender que en medio de la guerra prefiere salvar a su madre que unirse a cualquier bando o dedicarse a la mera contemplación de la locura generalizada. La otra verdad que respeta, como un credo milenario, es que su madre es el único ser que lo vincula con la tierra. Lo que debe hacer Michael K., cuando muera su madre, es depositar sus cenizas en la tierra feraz donde ella nació. Y el hijo comprende que al hacerlo no sólo cumple el deseo de la moribunda, sino que efectúa un acto sagrado que justifica la existencia de la madre, del hijo y de la misma tierra. En cuanto jardinero, Michael K. abona el suelo con el cuerpo reducido a cenizas de su madre. Hay algunos cuadros portentosos en el panorama de la novelística del siglo XX: el de este hombre boquineto y silencioso, que lleva a su madre en una carreta de jardinero a través de la guerra para salvarla, es uno de los más conmovedores que pueden encontrarse. Muerta ella y depositadas las cenizas, cumplida la promesa filial, aparece entonces la vivencia plena de los atributos de la tierra. Michael K. pierde la noción del tiempo cuando logra por unos días acceder a los mayores gozos de su jardín hallado en medio de las praderas sudafricanas. Son estos los instantes más supremos de la novela. Michael K. se encuentra consigo mismo, se funde con su origen. Vive estremecido por la luz y por las lluvias. Es consciente de que es un ser necesario en la medida en que forma parte del andamiaje de la naturaleza. Se siente un ser estacionario vapuleado por la sequedad de la arena y la humedad del limo. Un ser que vive de las calabazas que por fin logra cultivar y comer. Michael K. entiende que la luz del sol, que se riega sobre las mesetas, ese jardín a fin de cuentas malogrado por la intemperancia de los grandes propietarios de la tierra, representa su mayor verdad. Todo lo otro que explica los enfrentamientos, que justifica el porqué se pelean unos militares con otros, ocurre en dimensiones donde la mente de Michael K. jamás penetra.
Michael K. es una mínima y necesaria partícula en medio del trajinar de universo. Esta circunstancia lo hace extrañamente feliz porque es natural que así sea. Pero la guerra es el entorno histórico que también moldea sus pasos. Esta paradoja de alguna manera es la que vuelve ejemplar el destino de Michael K. Un destino que afirma la necesidad de una ética de la libertad en medio de la indigencia espiritual de una época. En esta perspectiva, la novela de Coetzee es una lección de cómo busca respirar el individuo en medio de la asfixia colectiva; de cómo construir una paz íntima en historias seculares de discordia. No hay que olvidar, sin embargo, que la de Michael K. es la historia de un destino periférico y marginal. Es el itinerario de un hombre sin papeles, sin dinero, sin familia, sin amigos, sin ninguna identidad regional o nacional. Michael K. es el más oscuro entre los oscuros. Pero lo circunda una penumbra tal que termina volviéndolo prodigioso. Es, como lo describe el médico que trata de curarlo en el hospital por unos días, “un alma humana imposible de clasificar, un alma que ha tenido la bendición de no ser contaminada por doctrinas ni por la historia”. Un alma, como todas las que crea el Coetzee del Apartheid, que intenta mantenerse viva en una época que no es hospitalaria con las almas.