Lejos de Roma, exilio y poesía por Pedro Arturo Estrada
Voz del exilio, voz de pozo cegado, voz huérfana, gran voz que se levanta como hierba furiosa o pezuña de bestia, voz sorda del exilio Álvaro Mutis La poesía como entrevisión y cosmovisión, la poesía como fundamento y propósito creador lo obsesiona, mueve su mano al escribir. Más que escritor de oficio —que lo es-, en esencia se asume poeta por vocación y destino a la luz de una conciencia rigurosa del lenguaje, incluso cuanto más sencillo y transparente parece. Pablo Montoya es uno de los escritores que todavía mantienen entre nosotros, un interés completo por el lenguaje connotado como elemento activo de toda creación literaria, a contracorriente de algunas tendencias que más bien se vanaglorian de su simplismo y empobrecimiento expresivos. Desde los primeros Cuentos de Niquía (1996), hasta sus magníficos ensayos de arte, música y literatura, sus novelas, pero sobre todo sus precisas e intensas prosas poéticas como Habitantes (1999), Viajeros (1999) y Cuaderno de Paris (2006), se evidencia en Pablo Montoya la consistencia de un estilo, la depuración y eficacia de una escritura rica en sugerencias y al mismo tiempo en silencios hondos; una ambición mucho más amplia que la del narrar por narrar mismo, una necesidad de buscar más allá de los límites convencionales del género como tal, algo que desde mediados del XIX toda literatura auténtica asume: la hipertextualidad. (1) Lejos de Roma (2008) no es precisamente la novela que un lector fácil esperaría, sobre todo en este tiempo. Pero sí es la que el lector exigente y ya curado de espantos disfrutará y mantendrá en su memoria no sólo por el calado espiritual que logra sino por la concentración y calidad estética que en sí misma revela. Hay capítulos que por sí solos pueden leerse como perfectos poemas en prosa. No obstante, no es una obra estructural ni formalmente compleja, excepto en sus significaciones y sutiles contenidos simbólicos. Temática, ritmo, tono se corresponden y sostienen íntimamente a lo largo de esos 40 breves periodos narrativos donde la voz del poeta Ovidio va desgranando sus cuitas, entregándonos sus visiones, hilando sus quejas y reflexiones, pero también dejándonos a la postre involucrados en su exaltación y su “renacimiento” cuando todo parece haberse perdido sin remedio. Este Ovidio “sin perder sus rasgos históricos”, encarna todos los exilios e insilios referenciados a través de las épocas pero también, las exclusiones, los desplazamientos, las censuras y persecuciones que todavía seguimos viviendo no sólo como poetas sino como humanos comunes frente a la historia, el poder, la vida, la sociedad que nos contiene o desconoce. El propio autor consigna aquí su vivencia personal, su experiencia del desarraigo y el extrañamiento que, sin embargo, le ha otorgado en contraprestación el don de verse y ver el mundo con la lucidez y la comprensión que sólo la poesía permite. Este pausado relato del exilio de Ovidio, uno de los poetas grandes de la Roma imperial del siglo I a. c., coetáneo de Virgilio y Horacio, es una hermosa parábola entre la desesperanza y la epifanía, la noción radical de la pérdida y la transmutación ontológica, pero sobre todo, es una obra poética en su sentido primordial, es decir, un texto que concilia dentro de un marco narrativo tradicional las oposiciones aparentes entre lo imaginario y lo fáctico, lo conceptual y lo expresivo con suficiencia y maestría. Uno sabe que la escogencia del tema del exilio no es casual, porque el exilio es para el autor, como escritor y como hombre un tema crucial que engloba su propia vida. No en vano su condición de viajero o emigrado durante años le ha marcado profundamente, y esto se recrea justamente de manera directa en Lejos de Roma, puesto que el retrato de Ovidio, por momentos, es también su autorretrato. El exilio ha sido para Pablo Montoya una prueba y también una revelación, repito, la misma que hacia el final de su destierro Ovidio descubre y vive con exaltada conciencia antes de morir: “Sé que soy tan sólo una agitación de sangre, una maraña de pensamientos, un impulso etéreo como las olas que bordean las playas, como las hojas que caen lentas y cargadas de un frío último, como esta luz que en Tomos se desparrama a la manera de una calmada alucinación. Sé, con Catulo, que no hay modo de huir, que no hay esperanza alguna, que todo enmudece y apunta a la muerte. Pero en ciertos momentos, particularmente en los segundos crepúsculos, abro más los ojos. Y es como si con ese acto se abriera una de esas zonas desconocidas que durante los últimos días del exilio se me han revelado. Me pongo expectante y, casi incrédulo, asisto a una especie de renacimiento.” (P. 168) Pero quizá una de las formas más secretas del exilio sea la escritura misma cuando ésta se desafilia de los cánones centrales que parecen regirla. Y todavía más cuando abandona los clichés que en algún momento pueden garantizar su aceptación o su inclusión dentro de un orden o sistema de convenciones. Toda palabra auténtica, toda poética verdadera instaura su propia marginalidad respecto de la oficialidad convenida y conveniente. Así, nada más natural en el artista, en el poeta, el escritor que ese estado de primitiva gracia y libertad, de conciencia solitaria que el exilio le devuelve fortalecida y soberana, más allá de la simple separación física, el alejamiento espacial que representa. Sin duda, fuera de las virtudes de un cuidadoso tratamiento del lenguaje, de un estilo acendrado por años de constancia y reflexión, donde brilla la “difícil sencillez”, la claridad y la sobria elegancia de la frase corta y precisa, al mejor estilo, precisamente, de un clásico, Lejos de Roma nos envuelve pues en el misterio de la poesía como experiencia metafísica, como fulguración última de la conciencia humana en cualquier época, puesto que son las cosas de fondo que se dicen y como se dicen, que se piensan, que se aluden y entretejen aquí poéticamente hablando, las que conceden finalmente a la historia de los exilios de Ovidio, su peso dramático, su poder de conmover y revelar incluso los pliegues de un mundo más vasto y complejo, de un tiempo que entonces, desde el extremo de ese destierro, se comprende de golpe mejor que desde una mera referencia historicista. Estremece particularmente la sombría belleza de ese diálogo espectral que en el capítulo “La dádiva” (p. 75) un Ovidio febril establece con Lucio, el hermano muerto de su juventud, y donde éste último sentencia: “Pero en el fondo sabes que todo lo hermoso y grandioso de tu existencia ya pasó. (…) Te esperan días solitarios y enfermos. Nadie te cerrará los ojos cuando mueras. Nadie pronunciará tu nombre desde las orillas de la vigilia como lo pides continuamente a los dioses. Ellos, y eso lo has reconocido en tus momentos más lúcidos, te han olvidado para siempre”. Entre la aridez y la acidez, la desesperanza y la ilusión ingenua, más aún, la humildad y la aceptación que al término de la novela parece advenir: “La luz en Tomos se ha vuelto más clara. (…) Ahora miro las cosas de la cotidianidad con un asombro advenedizo. (…) casi incrédulo, asisto a una especie de renacimiento” (p. 172-173), somos testigos de una verdadera metamorfosis liberadora tan intensa y emotiva como sólo raras veces recordamos, v. g. en Retrato del artista adolescente cuando Dedalus se descubre “Solo, libre y feliz al lado del corazón salvaje de la vida”. Este Ovidio se nos hace entonces atemporal, se vuelve próximo a nuestra soledad, hermano de nuestro asombro y perplejidad hasta lo entrañable. Con él experimentamos y entendemos al fin el significado del exilio como proceso espiritual, tal como leemos en la epístola recibida de Higinio, su amigo, antes de morir, donde nos dice que el exilio “o al menos el más genuino, (es) una ardua iniciación hacia la alegría (… ) nuestra única condición en tanto nos sabemos humanos”. (p. 169) Exilio que contradiciendo el verso de Donne, a veces, nos señala que sí somos una isla fuera de la sociedad, sobreviviéndonos difícilmente en medio del enmudecimiento, el terror pero también el deslumbramiento extático sin palabras antes de disolvernos en el tiempo, en el olvido absoluto; exilio que nos entrega finalmente la luminosa ventura, insisto, de la poesía al cabo de todos los desplazamientos, los destierros, la soledad y el olvido: “Ahora sé que la poesía es la palabra del desplazado, la del desarraigado y la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible tocar el secreto del poema. Ésa y no otra, Lucio, es la dádiva que me ha otorgado el exilio”. (p. 135) Por lo demás, Lejos de Roma se constituye en una metáfora de la disidencia moral e intelectual que en toda época suscita el poder, el absolutismo político, religioso, ideológico e incluso estético. Disidencia de la poesía como posibilidad permanente de libertad, de rechazo, de conciencia diferenciadora e insumisa, como fuente de renovación espiritual y vital del hombre y la sociedad a la que pertenece. Y a todo esto, el lector pudiera preguntarse y responderse al mismo tiempo ¿qué tanto de sí nos descubre Pablo Montoya en su obra? ¿No es acaso Roma una dolida imagen de esta patria suya, Colombia, pletórica de vida y de muerte al mismo tiempo? ¿No es el exilio de Ovidio la figuración de su propio desarraigo y extrañeza ante el mundo, el tiempo que le ha tocado vivir? Tal como este Ovidio en Tomos, también en su París y durante años, escribió con ardoroso empeño del silencio, de la lejanía, del olvido, de la amistad, del amor, del erotismo, la belleza y la violencia, la muerte y la miseria que su país representa. La actualidad social del tema del exilio y sus aláteres, desde luego, puede abonársele, de hecho es uno de sus contenidos más importantes, a Lejos de Roma, y quizá vaya a ser ésta la lectura y valoración más recurrente que se haga de la obra, pero desde luego que el tema trasciende y ofrece otros niveles de interpretación a cada lector según su índole. Hay una observación casi última en la novela que quisiera recordar porque tal vez nos da la clave de esta escritura y desnuda su sentido más complejo, en el pasaje en que Ovidio conversando con el padre de Emilia, concluye: “Usted sabe que lo que intenta conjurar quien se dedica a escribir es el silencio. Todo reside en la lucha entre el silencio y la palabra. Para él, mejor dicho, el silencio es su primer y último lenguaje (…) Más allá del pálpito efímero que intentan plasmar los poetas, sólo queda la vastedad de la mudez. (p. 117). Exilio y poesía, desarraigo y lucidez, silencio y rebelión, despojamiento y libertad, inocencia y soberanía del espíritu acaban entonces por anudarse fuertemente en estas páginas inolvidables. (2008) ______________ (1) Naturalmente, la hipertextualidad no es sólo una condición contemporánea, moderna, vanguardista. Pero se la reconoce aquí particularmente como característica particular en tanto, como sucede con Lejos de Roma, un texto trate de aprovechar creativamente ciertos vínculos formales y temáticos con otros; en cuanto una obra recree, enriquezca y reinterprete la tradición literaria o cultural de la que procede.
relato hermanastro
16 Mar, 2016
tras haber consultado diferentes enlaces la verdad es que este es el mas practico.