Literatura y defensa de los animales
Ningún espacio es inútil cuando se trata de defender la vida de los animales. Vivimos una época atribulada en la que ellos, acaso como nunca antes, son las víctimas del poderío de los hombres. Una inmensa cadena de sufrimientos, la que conforma el quehacer de las industrias multinacionales de la alimentación humana, se nos torna invisible. Pero basta que la consciencia de la solidaridad por ellos se despierte para que, con inusitada rapidez, se acceda a las imágenes de su aniquilación sistemática.
Pitágoras quizás sea, en Occidente, el primero en tomar la voz de su defensa. Dicen que el maestro de la música y los números no los comía porque veía en ellos la encarnación de amigos del pasado. Aquel episodio de Pitágoras, referido por algunas fuentes apócrifas, quizás haga sonreír cuando se lee por primera vez. En un cruce de caminos apalean a un cahorro. Pitágoras cree escuchar en los aullidos la voz de un amigo extraviado en la cadena extensa de la transmigración de las almas. Diógenes Laercio, a quien se debe una de las pocas biografías pitagóricas, desconfiaba de la sabiduría del sabio consistente en decir que comer carne era un crimen y al mismo tiempo dejaba que los otros lo hicieran. Pero esta sabiduría no es del todo caduca. En cierta medida, es la que han retomado para sí numerosos vegetarianos de hoy.
Plutarco es el paradigma más claro, y más provocador, de la Antigüedad frente a este asunto. Sin hesitaciones exclamaba: “Si me preguntan porqué me niego a comer carne, debo decir que me asombra que los hombres puedan meterse en la boca el cadáver de un animal. Me extraña que no les repugne tragar el jugo producido por sus heridas mortales”. Y es verdad que si se quiere poner punto final o lanzar la discusión a extremos impredecibles alrededor de este tema, basta con arrojar la frase de Plutarco al ruedo del debate.
Algo parecido dice Zenón de Brujas, el protagonista de Opus nigrum, la novela de Marguerite Yourcenar. En medio del siglo XVI, que fue una época en la que la razón humana se vio amenazada por las llamas, Zenón actúa como una conciencia libertaria de la literatura. Médico, filósofo y alquimista, Zenón pone en tela de juicio todos los establecimientos de su tiempo intransigente: el eclesiástico, el filosófico, el médico, el político y, claro está, el alimenticio. En algún momento de su periplo temerario dice: “Me niego a digerir agonías”. Yourcenar, en realidad, fue una militante activa de la defensa de los animales y en varios de sus ensayos que conforman el libro El tiempo el gran escultor resuena una voz sentida por las maneras que usa el hombre para aniquilar sus presas. Trátese de los animales que son perseguidos por sus pieles, o de aquellos que poseen una carne exquisita, Yourcenar protesta contra ese dolor obsceno que se inflige a vacas, caballos, focas, gansos, gallinas, cerdos y conejos. Hasta tal punto llega la escritora francesa que, en su ensayo “Quién sabe si el alma de las bestias va abajo”, reclama una declaración de los derechos de los animales. Y pronuncia estas palabras: “Seamos subversivos, rebelémonos contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que, de otra parte, no se ejercen tan a menudo contra el hombre solo porque ellas se cometen diariamente contra los animales”.
En la base de su queja no sólo está el amor simpático que Yourcenar sentía por los seres con los cuales compartió su existencia en la tierra, sino la convicción de que los hombres deben mejorar en la medida de lo posible las condiciones de una vida que frecuentemente está sometida a la precariedad, al desdén y a la infamia. Ahora bien, en su mensaje hay una imputación que molesta, pero su tono jamás resulta excesivo ni alcanza los límites de otras protestas. Entre estas últimas está la que expone Coetzee en su libro Las vidas de los animales.
A través de su personaje de ficción Elizabeth Costello, escritora australiana que recorre el mundo de las universidades dando conferencias polémicas, Coetzee lanza una de las críticas más enérgicas contra las masacres cotidianas que se cometen contra los animales. Tal palabra, “masacre”, desagrada porque se trata de la expresión de un crimen cometido bajo el consentimiento de sociedades despiadadas hasta el marasmo. Costello hace un itinerario explicativo, en las dos conferencias que integran Las vidas de los animales, por los referentes que a lo largo de la historia de Occidente han servido a los hombres para justificar su comportamiento agresivo frente a ellos. El decreto de Jehová que pone a Adán como maestro y señor de todas las especies de su jardín. La consideración de Tomás de Aquino en la que la esencia de Dios es la esencia del hombre y la de los animales es semejante a la esencia de las cosas. La sentencia de Descartes, Cogito ergo sum, que supone a los seres que no tienen lo que se llama pensamiento como organismos de segunda categoría, algo así como autómatas biológicos. Aquel concepto de razón en un Kant que cree que ella es el pilar del universo cuando tan sólo lo es del cerebro humano.
“Los filósofos y los animales” y “Los poetas y los animales”, las dos conferencias que da Elizabeth Costello, están fundadas en la polémica, y creo que no hay un testimonio más contundente en defensa de los animales que este librito de no más de cien páginas. Costello compara las matanzas actuales de los animales, y el silencio cómplice que las rodea, con las masacres judías cometidas por el nazismo ante la indiferencia general del pueblo alemán. El símil es brutal, pero es el único medio encontrado por este alter ego literario de Coetzee. “Permítanme decirlo abiertamente, dice Costello en su primera conferencia, estamos rodeados por una empresa global de degradación, de crueldad, de matanza, capaz de rivalizar con todo lo que se llegó a hacerse durante el Tercer Reich…, con la peculiaridad de que la nuestra es una empresa sin fin, que se autorregenera y que incesantemente trae al mundo nuevos conejos, aves de corral y ganado de toda especie con la sola intención de matarlos.”
En uno de los debates suscitado por las conferencias, que son la parte más interesante del libro de Coetzee, porque allí aparecen las justificaciones, digamos filosóficas, de quienes comen carne, a Costello le preguntan si su propio vegetarianismo surge como una consecuencia de su convicción moral. Costello responde: “No, proviene del deseo de salvar mi alma”. En estas palabras podría explicarse el porqué de esa defensa de los animales que atraviesa una importante literatura que va desde los filósofos presocráticos, pasando por Swift y Kafka, hasta los alegatos más actuales de Yourcenar y Coetzee.
Jaimie
5 Oct, 2014
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