Mozart en Egipto
Lo contrario, Egipto en Mozart, ya lo conocemos. La fuente que nutre las óperas Tamos, Rey de Egipto, Zaida y La flauta mágica. Lo árabe que surca con sus harenes y las decoraciones faraónicas el universo, entre juguetón y sagrado, de Mozart. Se sabe de las resonancias turcas en ciertas de sus obras, muy propias de la moda orientalista que llegó a la Europa del siglo XVIII. Atraído por tales exotismos, el músico alemán compuso también El rapto de Serallo y, convencido de la perfección de su obra, tuvo que escuchar las palabras del Emperador que asistió al estreno: "Demasiado bello para nuestros oídos, mi querido Wolfgang, y demasiadas notas". A lo que Mozart respondió: "Ni una nota más, ni una menos. Sólo lo necesario, Majestad."
Del entusiasmo del compositor de Salzburgo por ese mundo de turbantes y concubinas, de arenas y sultanes, fue que nació la idea de hacer "Mozart, el egipcio". Un trabajo colectivo grabado en 1997, en París. Allí se reunieron 150 músicos de Oriente y Occidente. 45 intérpretes populares de Egipto, la Orquesta Sinfónica de Bulgaria y el Coro de Radio Sofía. Para los puristas el resultado de tal mezcla puede sonar a experiencia postmoderna, si es que esta frase quiere decir algo, o a uno de esos espectáculos esnobistas que intentan conciliar lo irreconciliable. Pero como Mozart es patrimonio de la humanidad, y no sólo de una pequeña ciudad austriaca y su célebre festival, ni de los quintetos, cuartetos y solistas del piano, el clarinete y el violín, y como su música pertenece a todos los pueblos, no hay problema que ella pueda pasar a otros ámbitos y cubrirse de nuevas alternativas, siempre y cuando conserve su esencia.
"Mozart el egipcio" significa, sobre todo, referirse a miradas diferentes. Confrontación de dos modos de hacer la música y escucharla. La egipcia cuya audición, como corresponde a gran parte de la música oriental, sugiere una experiencia de tipo horizontal en donde las melodías, con sus interminables ornamentaciones, se escuchan unas después de otras. La de Mozart, en cambio, como buen descendiente de la estética del Clave bien Temperado y el Arte de la Fuga, edifica un fenómeno sonoro que, gracias a su base contrapuntística y armónica, pide una escucha simultánea y vertical. Pero horizontalidad y verticalidad están sometidas a un momento inevitable de cruce. Tratar de manifestar el encuentro de dos realidades fuertemente opuestas es el objetivo que buscaron Hughes de Courson y Ahmed al Maghreby. A ambos, en efecto, se les ocurrió mostrar un abrazo único a través de 12 fragmentos en los que cantos y músicas instrumentales del antiguo Egipto van de la mano de algunos cuartetos, arias y oberturas de Mozart.
El querer unir dos formas musicales, en este caso lo "Popular" y lo "Culto", no es nada original. En experiencias de este tipo es rica la historia del jazz, el tango y la salsa. Bach, por ejemplo, fue introducido al jazz en los años 60 por la agrupación "The Swingle singers", "El Cuarteto de Jazz Moderno", y el trío dirigido por el pianista Jacques Loussier. El mismo Bach, y otros compositores barrocos, desfilan en algunas improvisaciones salsómanas de Richy Ray y Charlie Palmieri. Es con Piazzolla, en el tango, que entendemos cómo ciertas corrientes "clásicas" contemporáneas pueden nutrir y hacer evolucionar un tipo de música que parecía condenado al prostíbulo y a la cantina. En otro plano, Alejo Carpentier entrometió en una de sus novelas más atractivas, Concierto barroco, a Filomeno, negro de Cuba y dueño de una rítmica increíble, en un concierto dado en la Venecia del siglo XVIII por Vivaldi, Haendel y Scarlatti. Desde esta perspectiva, no fue motivo de incomodidad, sino de perplejidad, cuando en San Pelayo se escuchó, en una calle oscurecida, un mosaico de porros donde Mozart se bamboleaba, triste y feliz, por entre los vientos y los cueros de una papayera.
Y es que Mozart da para este tipo de aventuras. En el caso de Egipto asistimos, de un lado, a una progresiva fusión entre instrumentos árabes como la tabla (tambor hecho de arcilla y piel de pescado), el arghul (antepasado del oboe), el rababa (a su vez ancestro del violín), el doff (grueso tambor plano) y la kawala (también antecesor de la flauta), con los instrumentos sinfónicos occidentales. Y, del otro, a una unión equilibrada, gracias a los arreglos de Hughes de Courson, de las voces desgarradas del mundo árabe con algunas arias de las óperas de Mozart. La aventura, entonces, empieza con el sonido del arghul. Poco a poco, su melodía de arena se envuelve en la dimensión rítmica y melódica de la obertura El rapto de Serallo. Lo que viene después son abrazos de este tipo. Perfectamente sincronizados y mezclados, de tal manera que a veces el Mozart del primer movimiento de la Sinfonía 40 se funde en los contornos sonoros de la canción árabe "Lamma Bada", que acompaña a los encantadores de serpientes, a los que viajan en las caravanas de camellos y a las adolescentes enamoradas. En otra de las piezas se unen dos tonadas de cuna. La primera proviene del desierto de Nubia y su texto dice: "Ven, sueño mío, si vienes en la noche te daré dos moneditas. Si vienes en la mañana, te daré aún más. Ven, sueño mío, libéranos de los ignorantes y lleva la serenidad a mi pequeño". La segunda es una canción que Mozart escuchó muchas veces de boca de su niñera, y que años más tarde trasladó a los pentagramas. Uno de los momentos más logrados es cuando la célebre melodía del Papageno de La flauta mágica se disfraza, al transportarse a un modo oriental, y sirve para que sobre ella se cante un poema de amor de Abou Nouas, escritor persa, báquico y homosexual, del siglo VIII. Terminados estos versos es el turno para el cantor clásico mozartiano. Pero éste no puede impedirse retomar el texto árabe, antes de continuar con las palabras originales del aria alemana. Con todo, la parte más intensa de "Mozart el egipcio" es su final. Una melodía del ritual Dhir, en la que se pronuncia el nombre de Alá como un bisbiseo continuo y agónico, se va desarrollando hasta que, en el umbral de la hipnosis, el sacerdote principal entona una salmodia de paz. Por una modulación inesperada, puesto que el sacerdote improvisa, se nos sumerge entonces en los primeros compases del Réquiem. Y luego es un diálogo del coro del Introitus con una canción copta, cuya melodía data del tiempo de los faraones y era destinada para las ceremonias de la momificación. Lo curioso es que esta melodía ahora ha sido apropiada por el culto cristiano y se canta cada viernes santo con las palabras que Jesús dijo en la cruz a los dos ladrones. Con la sencillez de este canto, en la voz de una niña de 8 años, termina "Mozart el egipcio". Un bello encuentro de dos mundos. El Oriente y el Occidente que desde hace siglos se buscan y raras veces han podido encontrarse.