Las dos novelas póstumas de Jaime Alberto Vélez (1950-2003) se insertan en lo que fue su máxima preocupación: escribir literatura a partir de la literatura misma. El proyecto novelístico del autor antioqueño apuntaba a una trilogía cuya pretensión era deslindar fronteras literarias. De hecho las dos primeras, publicadas en 2005 -la tercera está extraviada en un mar de suposiciones kafkianas-, muestran lo que podría ser, según Vélez, el abrazo de la novela con el ensayo, el cuento breve y el poema. Dueño de una prosa impecable, Vélez va tejiendo su discurso narrativo, apoyándose en la reflexión lúcida ya sea sobre la adivinación o sobre la poesía.
La baraja de Francisco Sañudo plantea la posibilidad de convertir un texto literario en un manual de predicciones. Los hombres de la antigüedad y la edad media jugaron a esta aventura. Leer un poema al azar y encontrar en él un perfil del futuro o el rasgo de un secreto que al develarse pueda sacarnos momentáneamente de la realidad. Francisco, maestro de escuela, es enemigo acérrimo de la superstición. La combate a diario desde el pupitre de la cátedra. Para Sañudo la tarea fundamental es transformar el ánimo agorero de sus paisanos, caracterizado por la maltrecha creencia en la magia, en una ética cívica cuyos pilares sean la prudencia y la sensatez. Pero, y desde la perspectiva del cinismo propio de Vélez, Sañudo termina enredado en sus propias redes. Escribe una cartilla para guiar a sus estudiantes en los meandros de la lectura en voz alta. Son cuarenta y cinco textos que ayudan a moldear la especial estructura de la novela. En realidad, son cuentos breves, a veces prosas poéticas, que están cargados de una múltiple significación, a la manera de los que integran algunos de los libros del autor como Piezas para la mano izquierda y El zoo ilógico. La cartilla termina convertida en una baraja adivinatoria que todos leen con el temblor típico de quienes se acercan a los oráculos. Pues algo misterioso de sus vidas se revela en las palabras de estas prosas sucintas. El Sañudo educador, en el imaginario de un prójimo que él pretende aliviar de la alienación supersticiosa, se torna entonces en una suerte de Sañudo prestidigitador. Es esta circunstancia paradójica la que permite a Vélez desplegar su talento para abordar la crítica. Porque es aquí donde se hallan los grandes aciertos de La baraja de Francisco Sañudo. La manera, siempre atravesada por un humor ácido, en que se fustigan las veleidades de los espíritus que prenden velas al azar y se lanzan a descifrar los lenguajes de la adivinación.
En El poeta invisible se acude a un mecanismo parecido al de La baraja. El eje de la segunda novela es la Albaquía, que son 131 definiciones de palabras imaginarias inexistentes en el lenguaje poético. La Albaquía se disemina a lo largo de la novela y define con claridad uno de los problemas fundamentales de la expresión poética. La urgencia de que la poesía sea esencial despojamiento de la palabra y no vana ornamentación de ella. Julio Flórez es un contador público, pero un poeta invisible, que escribe estas definiciones en las márgenes de sus libros de contabilidad. A partir de este homónimo del poeta colombiano de la trasnochada retórica romántica, Vélez aprovecha para edificar una figura singular que en algo recuerda a los fantasmas literarios que desfilan en el Bartleby y compañía de Vila-Matas. Lo que sabemos de Flórez, sin embargo, es lo suficiente. Una vida plomiza y silenciosa. Acorde, por lo demás, a la pretensión poética del autor que consiste en pasar desapercibido y hacer una poesía cuyo vacío y desnudez le haga justicia a la existencia de su autor. En realidad, Vélez despacha lo anecdótico del personaje rápidamente para luego lanzarse a la reflexión sobre el quehacer poético. De tal manera que el lector asiste, tal como ocurre en La baraja de Francisco Sañudo, a lo que podría entenderse más como un ensayo que como una novela. Pero la propuesta de Vélez, y sobre todo en El poeta invisible, es romper estas fronteras. O tal vez no romperlas. Pero sí jugar con ellas dinamitando, a través de una escéptica visión del mundo, los cómodos pilares de una narrativa. Esa que tanto se escribe ahora. Caduca desde el preciso momento en que se publica.
Las especies del aire o la búsqueda de la luz
Es raro encontrar un libro de poemas dedicados al ballet. Raro en Europa que es donde nació como representación y como ilusión. Raro en América Latina donde estamos, sin duda, nutridos por la magia del cuerpo al moverse y al hablar. Raro incluso en Cuba que es uno de los países más musicales del mundo y cuya tradición danzística es reconocida por todos. Pero si partimos de este doble supuesto es quizás comprensible que sea en esta isla donde se haya escrito Las especies del aire.
Sabemos que la danza ha llamado la atención de los escritores cubanos desde Alejo Carpentier y José Lezama Lima hasta Eliseo Diego y Raúl Hernández Novás. Roberto Méndez también se inserta en esta inquietud estética que busca abrazar la palabra con el movimiento. Como sus antecesores en Cuba, ha ido a esas fuentes primordiales, cuando se trata de atrapar la magia del salto en el escenario, que son Mallarmé y Valéry. El primero de ellos busca la perpetuidad del gesto en las ninfas que acompañan a su fauno. El segundo, de Athikté, dice que la danza le sale del cuerpo como una flama. Roberto Méndez va tras esa misma senda, momento la llama el Sócrates de Valéry, forjada en la fugaz revelación que deja el cuerpo al danzar. “A sus pies nace un río que eternamente fluye. / Danzando ella sabe que reinicia el universo”, dice Méndez en uno de sus poemas.
Desde el primer verso de Las especies del aire hasta el último, pasando por sus epígrafes, estamos en el verdadero centro del ballet. Éste y no otro es la intensa y agónica búsqueda del milagro. Ese salto cuyo resplandor hace que el cuerpo sea un haz de luz y todo a su alrededor sombras. Las bailarinas de Méndez atraviesan la palabra. La flauta y el violín las llama. Y ellas acuden entre frenéticas y tristes. Se contemplan en el lento giro de sus piernas. Se detienen en el ángulo que producen sus brazos. Ansían la continuación en el tiempo y el espacio, sabiendo que todo, más allá de ellas, es penumbra e incertidumbre
Leer Las especies del aire es, además, recorrer un vasto escenario de luminiscencias. Y ver, envueltos en ellas, a Nijinski y a Hamlet, a Pavlova y a Ravel, a Picasso y a Ofelia, a Stravinski y a Don Quijote, a Orfeo y a Fuller, a Gluck y a Nureyev. Este libro nace, evoluciona y alcanza un clímax con ellos para después desvanecerse en el silencio. Y los bailarines que nombra son, de algún modo, fantasmas ebrios suspendidos entre la movilidad y la quietud. Vagas figuras que saben, sin embargo, una verdad esencial: “lo inútil de todo gesto si no nace en él la luz”.
En Las especies del aire estamos pues ante la elevación y la caída. Y no me refiero sólo a estos aspectos primordiales de la danza. Hablo de esas dos orillas propias del sueño donde nacimiento y muerte, epifanía y ocultación son las claves de toda búsqueda. Y qué buscan entonces los poemas de Roberto Méndez. Como la música, como el secreto que se oculta en el tiempo, como el vértigo brotado del salto, buscan la permanencia. Y la permanencia en la poesía no es más que un destello. La urgencia de tal vislumbre es lo que hace que estos poemas se tracen en el papel. Una urgencia que se torna ansiedad, melancolía, locura. En estos estados fluctúa el lector de Las especies del aire. Un lector que, como Méndez, está sediento de luz y logra entrar en lo extraordinario. Acceder a lo imposible, como diría Valéry, en el íntimo horizonte de la lectura. Para que luego se establezca la unánime oscuridad.
Las hijas del espino de Lucía Estrada
En Las hijas del espino la mujer habla. Asume, de entrada, la voz del mito. Esa voz intemporal que es capaz de nombrar la esencia de todas las épocas. Pero al hablar, la mujer se trajea también con la historia. Algo singular sucede en estos poemas de Lucía Estrada. La mujer se viste con los atuendos de la tragedia y la épica, de la religión y la profecía, de la pintura, la música y la literatura, quedando extrañamente desnuda, para habitar la morada de lo inexorable y lo sublime. Es ella, desdoblada en numerosas existencias, desde Hécuba hasta Alma Mahler, quien permite que la humanidad se incline hacia el abismo para vislumbrar allí la claridad de lo turbio y la densidad de las verdades más transparentes.
En Las hijas del espino la mujer dice. Y cuando lo hace sabe que su palabra debe atravesar las culturas y las lenguas. La proyección que plantea este libro es vasta como corresponde a las pesquisas que el poeta construye en torno al mito y a la historia. Pesquisa que antepone entre ambas coyunturas, como un símbolo prístino y a la vez brumoso, la condición compleja del ser femenino. Pero tal circunstancia, que podría rotular Las hijas del espino en los sacos genéricos propuestos por las nuevas tendencias de la crítica literaria, se supera con contundencia. En realidad, Las hijas del espino no se estanca en lo estrechamente feminista, sino que su inmersión en lo femenino se amplía, inquietante y prodigiosa, en el misterio y la tragedia, en el dolor y la locura.
En las Las hijas del espino la mujer canta. Y este canto está forjado con el fuego y con la noche. Esa noche solar que Lucía Estrada, desde sus primeros libros -Fuegos nocturnos y Noche líquida- ha sabido adquirir para envolver su voz remota y actual en ella. Estos poemas, donde fluyen los acentos de 47 mujeres, transcurren en medio de la premonición del oráculo y las vislumbres del sueño. Suceden en ese terreno quebrado propio de la poesía hecho con el delirio y la lucidez que otorga el amor. Porque estos poemas bordean los límites de la fatalidad que se halla cuando una otredad de dulces cercanías y ásperas distancias se alza entre el hombre y la mujer. Otredad escrita en esa franja penumbrosa en la que los seres que la habitan son visitados por la trama que convierte a la desdicha en un camino y a la soledad y el abandono en sus más ciertos mojones.
En Las hijas del espino se parte de lo antiguo. Hécuba, Circe, Medea, Eurídice exclaman sus breves pero intensas verdades. Lucía Estrada ha bebido de la necesaria tradición griega para plasmar en el poema la condensación de esos dramas. Dramas en los que el amor nombra el horror de las condenas y pocas veces la ansiada liberación. Pero en el acto de nombrar, único acto que puede originar la belleza en la poesía, habita el misterio. Eso inmenso pero incomprensible que señala los rumbos más vitales del poema. Ifigenia, por tal razón, sólo puede decir: “No hablé / a ningún Dios / Nada me ha sido dado escucharles / sin embargo / todo en mí / sobre esta piedra / les pertenece". Estas voces, que surgen de las raíces del espino, saben en definitiva que “entrar en lo desconocido es hilar la rueca de los acercamientos”.
En Las hijas del espino se frecuenta el ámbito de la historia. En algunos de estos poemas hay señales que podrían orientar por entre los precipicios de la fe y los fanatismos de la razón. Pero acaso, para asomarme mejor a los espíritus de las brujas Guidasa, Guitamonda, Doris y Prisca, yo esté optando por una senda equívoca. Y Lucía Estrada no cae en lo contingente del suceso cronológico y sus consecuencias. No se detiene para explicar una hoguera arrojando más fuego interpretativo a los autos de la inquisición. Su intromisión en los excesos de la historia es de otra índole. En los poemas dedicados a las brujas se hace del fuego que aniquila una posibilidad de encuentro atroz y hermoso con un máximo destino. “Soy de la ceniza y no del polvo”, dice Guidasa, y “mis leyes son distintas de las vuestras” y “mi carne no es banquete de alimañas”. Y es que Lucía Estrada busca más en el crepitar de las cenizas, porque hay allí tal vez un leve murmullo que persiste en medio de la desolación, que no hay en las lenguas de fuego cuya purificación aprueban los poderosos y vitorea el vulgo.
En Las hijas del espino, finalmente, hablan las poetas, las pintoras, las amantes y esposas de los grandes artistas del siglo XIX y XX. Son mujeres que se sienten opresas en el laberinto. Pero no en la ardua construcción artificiosa de la estética, sino en las rutas abisales de su entrega amorosa. Estas mujeres, Catherine Blake, Camille Claudel, Louise Revoil o María Dmitrievna Isaiev, son capaces de prodigar el espejismo y el hallazgo, pese a que habitan unas tinieblas más férreas acaso que las que dicen conocer sus compañeros. Son mujeres que oponen a la belleza la certidumbre del espanto. Porque que saben que de este modo se accede directamente a una belleza tal vez más nítida y más cruel. Mujeres definidas por un estupor tan remoto como la espera. Mujeres que se entregan al amor porque sienten que él es la única justificación que ellas poseen de su tránsito por la vida. Un amor capaz de hacerles creer, y el lector se ve asistido por tal creencia, que no hay nada más oculto que lo cercano, que es más inolvidable la mano cuando pulsa una invisible cuerda, y que detrás de toda sabiduría existe siempre un desplegado follaje de inocencia.
Nos debemos a la luz y al olvido
Juan Felipe Robledo sabe que en el trajinar de los hombres se canjean las palabras y que en ese intercambio hay un áspero sabor de traición. Su poesía parte de esta acerba circunstancia. Pero su elongación se funda en el reconocimiento de otra alternativa que supera tal trueque de valores: la presencia y el goce de la luz, la presencia y el goce del otro que se ama, la presencia y el goce de esos animales –algunas lagartijas, los perros, los pájaros- que se aquietan en una especie de mirada perpleja del tiempo.
Uno de sus poemas emblemáticos, “Nos debemos al alba”, fluye entre estas dos realidades que no se oponen, sino que se complementan. Robledo sabe de lo artero y del “sucio mercado de los días”. Pero también reconoce la dicha, el canto y el ensueño. Desde esta confrontación de las oposiciones va urdiéndose una escritura que siempre es generosa en la expresión y que si añora el silencio, ese arduo sueño del poeta, no vacila en transmitir su creencia rotunda en las palabras, en su capacidad de epifanía.
Hay otro encanto supremo en la obra de Robledo: el centro ígneo que ocupa en ella la revelación. En el discurrir por el follaje de sus versos, el viento sopla con cierta frescura de tarde que termina, y se presentan, de súbito, los intersticios por donde la palabra empuja hacia el vacío que edifica el aire de los milagros. Y qué buscamos en la poesía si no es ese vacío, ese vértigo, esa repentina inmersión en el misterio, ese ver y tocar y oler los secretos de la belleza.
“Sólo la belleza nos redime”. Tal es la premisa de estos poemas que soplan con una tibieza inolvidable en el ámbito de la poesía colombiana. La belleza no sólo como estado de quietud contemplativa, sino también como una celebración activa del todo. “La posesión de la intemperie / es mi única certeza”, dice Robledo. Y esta posesión afirma, una vez más, que es el poeta el centro donde se reúnen los caminos del asombr al que están destinados.
En la edificación de su mundo poético, Robledo no ignora que el corazón de los hombres es una “caja hueca, sin temblor, un músculo distendido, flácido”, como lo dice su “Himno azul para el espanto”. Sin embargo, en esta certidumbre de la caída no hay callejones cerrados. Al contrario, se está aquí ante una poesía que no vacila en proponer la esperanza. ¿Y cuál es la esperanza de la poesía? Alcanzar la fugaz plenitud de los sentidos y comprender que una forma de la desmemoria es el rostro más íntimo del cosmos. “Todo es vida de esplendor para el olvido”, se dice, como una suerte de sabia conclusión universal, en el “Poema para no olvidar el árbol del caucho”.
Se ha dicho varias veces que hay un Góngora recuperado en la poesía de Robledo. Un Góngora elegante, exquisito, bastante depurado de su barroquismo hermético, que dialoga con las coordenadas esenciales de Robledo, afincadas en el caótico y gris mundo de ahora. Pero si hay un universo al que me conduce esta obra es al de los vitales romanos de la antigüedad. En Robledo hay un ineludible puente que comunica con la felicidad pagana, es decir, con esa comprensión de la degradación física hecha desde la evidencia de que sólo los instantes poseen la sublime condición de lo eterno.
Y está la música. Es ella quien soporta mejor este hundimiento delicioso en el júbilo del instante. Ella atraviesa una buena parte de los libros de Juan Felipe Robledo. Y lo hace portando la divisa con la que los románticos del siglo XIX también la asumieron. La música como elevada dicha, como evasión, como forma de conocimiento sensorial. La música en estos versos es una manera casi corpórea de habitar el presente. Y, sin embargo, aquí no hay sometimiento al carácter alienante de los sonidos organizados. La música es la portadora de la conciencia del olvido y estando en él a través de ella el hombre reconoce que se debe a tardes y amaneceres fraguados en la luz, y que es inequívoco, y por lo tanto cabal, el convencimiento radiante de sentirse vivo. La música se erige entonces como efímera convicción del gozo, del que es definitivo aunque pasajero. Y acaso no haya mejor condición, la de la alegre brevedad, para asumir el secreto de esta palabra.
Palabra que, repito, no es ajena al desgaste y al abandono de nuestros días. Pero cuya inclinación primordial es la que tiene en cuenta a la tierra aún no poseída por los insensatos y los energúmenos. Esta tierra, que hay que mirarla y medirla con precisión para hallar los códigos de sus ocultas simientes, es quizás una tierra que sólo exista en las coordenadas del poema. Pero a él, al poema de Juan Felipe Robledo, a ese paraje que acoge amoroso y es distante de la locura y del hastío, se entra siempre con la temeridad del aventurero. Así como él agradece el legado de Lucian Blaga, la palabra que da valor para cruzar el bosque brumoso, yo agradezco el suyo que transmite una esperanza crepuscular sin remordimientos, esa alegría de quien todo lo ha soñado.
En las arenas del mundo
He aquí un libro luminoso. De su palabra radiante se salva el mundo de su vulgaridad y su condición absurda.
Pero esta luminosidad es paradójica. Oreste Donadío nos habla de la luz pero de su hallazgo surge la oscuridad. En el centro de sus revelaciones más intensas se despliega una dilatación inquietante. Hay gozo en la plenitud del momento pero sentimos que él es definitivamente irrecuperable. Los ángeles caen sin poder evitarlo en el fango, como si estuviesen destinados a ello por una orden incomprensible. Semblantes amados aparecen como relámpagos en un sueño para luego desaparecer en medio de las tinieblas.
Pero esta es una de las direcciones que asume esta poética. La otra va de la pesadez a la liviandad, de la opresión a una cierta sensación de libertad. Peñascos exhaustos sueñan con el mar. La espada de un guerrero se vuelve frágil al rozar la superficie del agua. De los huesos mezclados con el limo surgen, como un canto, las premoniciones de la vida.
Como toda poesía genuina, la de Oreste Donadío habla de lo que sabemos y sentimos secretamente. Su ámbito está hundido en la intimidad. Y a pesar de que hay en estos poemas un itinerario de ciudades y de seres humanos diversos, su caudal no acude al bullicio ni a las premuras que usualmente ocasionan las trashumancias geográficas y mentales.
En las arenas del mundo se nos presenta, al contrario, una suerte de recogimiento intenso. Y en él se entrecruza una memoria vasta y materna nutrida de melancolía con un relieve cuyas aguas pedregosas calman brevemente nuestra ecuménica sed de perplejidad. Extraño y misterioso este cauce en el que fluye el silencio y se ahonda el dolor y se pronuncia la soledad y se celebra la luz del aire y la del cuerpo amado.
Hay una poesía coloquial que intenta reproducir la realidad y solo deja una impronta prosaica. Hay una poesía que habla de la injusticia, de la infamia, del horror y su voz sangra y huele a cepo y a tortura. Hay una poesía literaria que se alimenta del artificio y de maromas del lenguaje un tanto ostentosas. Pero hay también otra poesía, quizás la que siempre se anhela cuando estamos varados en el desamparo y la fragilidad y nos sabemos pasajeros, y cuya misión es reflejar el rastro de lo impalpable. De tal especie es la poesía de Oreste Donadío.
En realidad, lo que se realiza en este libro es arduo. Pero esa dificultad se deslíe cuando hundimos nuestros labios y nuestros ojos, nuestra alma y nuestro cuerpo en el hondo y fresco recipiente de sus versos. Oreste Donadío encuentra entre las usadas palabras el intersticio por donde se asoma, inasible, el asombro.
Atrapa a lo largo del viaje por las ciudades del mundo, trátese de Villa de Leyva o de Nueva York, de Medellín, de Perugia o de Al-Qahirah, la revelación del instante. La tarea del viajero, ese joven inmigrante solitario, se cumple cabalmente en estos poemas breves y certeros. Darnos una instantánea inolvidable de esa generalidad borrosa que es toda ciudad.
Oreste se hunde, igualmente, en las ausencias afectivas, por ejemplo en ese gran poema llamado “Álbum de familia”, y condensa el dulce y amargo dolor de la nostalgia y el fracaso. Atraviesa el mundo de los colores y las formas, y aquí el poeta se torna pintor, y destila en el verso el enigma del fulgor y su anverso la bruma.
El poeta de En las arenas del mundo es, y por elllo hay que celebrarlo con devoción, un mensajero privilegiado de la realidad. Como frente a un espejo transcurren el viaje, la muerte, el amor y la ausencia, el árbol y el agua. Para reflejarse, imperturbable y onírica, la palabra milagrosa de Oreste Donadío.
Una mustia montaña
Los colores de la montaña, dicen los pregones de los medias, es la película más premiada en la historia del cine colombiano. No sé cuántos galardones ha obtenido, pero son suficientes para reconocer que algo extraño sucede con los criterios que recompensan en los festivales cinematográficos. Aunque tal extrañeza se explica con el recurrente interés amarillista del “primer mundo” por el trágico colorcito local nuestro. Ahora bien, dentro de esa pálida historia nacional, la película de Carlos César Arbeláez es también una de las más pródigas en manifestar defectos. Ellos son tan ostensibles que resulta inverosímil el peso de sus laureles. Debo decir que, esta vez, cedí a la tentación del ruido para verla. Fue en París, hasta donde me llegaron los ecos de esa bulla, en un teatro Latina casi vacío, donde vi la celebrada Opera Prima. Confieso, igualmente, que salí con la sensación embarazosa de la pena ajena. Quizás por que es la horrible Colombia lo que se recrea allí, y se trata de ese país, el de la violencia, que tiene mucho que ver con lo que yo he escrito en algunos de mis libros. No detallo las veces que quise esconderme en el asiento o de interrumpir el silencio en que transcurría la proyección para discutir con mi compañera la tramposa inocencia de los niños, la torpeza de la puesta en escena y esos modos de cortar la trama a partir de refundidos tan repetitivos que el ritmo de la narración, en vez de suscitar suspenso, deja sumido al vidente en una perplejidad mustia con pocos deseos de continuación. Todos los errores que aparecen en la película se deben, por supuesto, al trabajo del director. No es que sean, en rigor, problemas técnicos. Se trata, más bien, de un modo de concebir el cine y darle a una interesante idea narrativa su adecuada expresión.
Por fortuna, ya no estamos en la época de No Futuro de Víctor Gaviria, cuando aceptábamos la estrechez económica con cierta resignación periférica, y también porque nos colmaban los hallazgos poéticos de la película y su modo turbador de otorgarle a ese grupo de muchachos un aire de desarraigo que encontrábamos en las palabras de Cioran. Lo que preocupa, en realidad, de una película como Los colores de la montaña es esa tendencia que se continúa una vez más –Víctor Gaviria parece ser el profeta a seguir por las nuevas generaciones de cineastas colombianos-, y con resultados casi siempre calamitosos, de hacer cine con actores naturales. Porque lo que convierte a esta película en una experiencia de resultados incoloros es, justamente, la baja calidad de sus actores. Y esa carencia de profesionalismo de una dirección que hace que todo, en esta historia de la infancia sometida a la violencia, resulte mentiroso. Los niños no saben llorar y, por lo tanto, su ingenuidad es falsa. La profesora no sabe enseñar y, por lo tanto, su espíritu didascálico es lábil. Los guerrilleros, como fantasmas invisibles que surgen aquí y allá, no dejan de ser esos bandidos estereotipados por el amarillismo de la prensa y las malas telenovelas. Los padres del niño protagonista no saben reflejar el miedo y, por lo tanto, no creemos en la muerte del uno y en la huida del otro. Hasta los niños no se ven espontáneos cuando juegan fútbol. Y esos colores bucólicos que se dibujan en el muro de la escuela, y que reproducen el núcleo esperanzador en una realidad sin salidas, son tan mandados a hacer que tampoco convence el mensaje de paz y felicidad pueril, más propio de las sentimentalistas campañas por la armonía colombiana cacareadas por Caracol y RCN, que de un director de cine audaz e independiente.
Dicen algunos, en todo caso, que hay un buen guión capaz de sostener la película y tengo entendido que eso también se ha premiado aquí y allá. Pero es arduo hablar de un buen guión cuando éste se ve jalonado de lugares comunes y cuando aquella escuela, símbolo de la paz, no deja de ser la trillada escuela de doña Rita. La verdad es que hay una buena idea en Los colores de la montaña: la de mostrar la infancia rural antioqueña en medio de la intemperancia social. No obstante, se nota que los que hicieron esta película no parecen haberse nutrido del buen cine que muestra niños en medio de la locura generalizada de una época. Hay tres ejemplos que bastarían, y sé que las comparaciones son odiosas, para desmontar las supuestas virtudes de una película endeble. La infancia de Iván de Tarkovski, Las tortugas también vuelan de Bahman Ghobadi y El laberinto del fauno de Guillermo del Toro. En ellas, desde lo onírico, lo real y lo fantástico, se ubica muy bien la infancia en medio del horror y saben decir cómo la poesía de la imagen es lo que debe hacer del cine una experiencia estética inolvidable. Eso, justamente, es lo que le falta a la película de Arbeláez: poesía y modos certeros para expresarla.
Literatura y defensa de los animales
Ningún espacio es inútil cuando se trata de defender la vida de los animales. Vivimos una época atribulada en la que ellos, acaso como nunca antes, son las víctimas del poderío de los hombres. Una inmensa cadena de sufrimientos, la que conforma el quehacer de las industrias multinacionales de la alimentación humana, se nos torna invisible. Pero basta que la consciencia de la solidaridad por ellos se despierte para que, con inusitada rapidez, se acceda a las imágenes de su aniquilación sistemática.
Pitágoras quizás sea, en Occidente, el primero en tomar la voz de su defensa. Dicen que el maestro de la música y los números no los comía porque veía en ellos la encarnación de amigos del pasado. Aquel episodio de Pitágoras, referido por algunas fuentes apócrifas, quizás haga sonreír cuando se lee por primera vez. En un cruce de caminos apalean a un cahorro. Pitágoras cree escuchar en los aullidos la voz de un amigo extraviado en la cadena extensa de la transmigración de las almas. Diógenes Laercio, a quien se debe una de las pocas biografías pitagóricas, desconfiaba de la sabiduría del sabio consistente en decir que comer carne era un crimen y al mismo tiempo dejaba que los otros lo hicieran. Pero esta sabiduría no es del todo caduca. En cierta medida, es la que han retomado para sí numerosos vegetarianos de hoy.
Plutarco es el paradigma más claro, y más provocador, de la Antigüedad frente a este asunto. Sin hesitaciones exclamaba: “Si me preguntan porqué me niego a comer carne, debo decir que me asombra que los hombres puedan meterse en la boca el cadáver de un animal. Me extraña que no les repugne tragar el jugo producido por sus heridas mortales”. Y es verdad que si se quiere poner punto final o lanzar la discusión a extremos impredecibles alrededor de este tema, basta con arrojar la frase de Plutarco al ruedo del debate.
Algo parecido dice Zenón de Brujas, el protagonista de Opus nigrum, la novela de Marguerite Yourcenar. En medio del siglo XVI, que fue una época en la que la razón humana se vio amenazada por las llamas, Zenón actúa como una conciencia libertaria de la literatura. Médico, filósofo y alquimista, Zenón pone en tela de juicio todos los establecimientos de su tiempo intransigente: el eclesiástico, el filosófico, el médico, el político y, claro está, el alimenticio. En algún momento de su periplo temerario dice: “Me niego a digerir agonías”. Yourcenar, en realidad, fue una militante activa de la defensa de los animales y en varios de sus ensayos que conforman el libro El tiempo el gran escultor resuena una voz sentida por las maneras que usa el hombre para aniquilar sus presas. Trátese de los animales que son perseguidos por sus pieles, o de aquellos que poseen una carne exquisita, Yourcenar protesta contra ese dolor obsceno que se inflige a vacas, caballos, focas, gansos, gallinas, cerdos y conejos. Hasta tal punto llega la escritora francesa que, en su ensayo “Quién sabe si el alma de las bestias va abajo”, reclama una declaración de los derechos de los animales. Y pronuncia estas palabras: “Seamos subversivos, rebelémonos contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que, de otra parte, no se ejercen tan a menudo contra el hombre solo porque ellas se cometen diariamente contra los animales”.
En la base de su queja no sólo está el amor simpático que Yourcenar sentía por los seres con los cuales compartió su existencia en la tierra, sino la convicción de que los hombres deben mejorar en la medida de lo posible las condiciones de una vida que frecuentemente está sometida a la precariedad, al desdén y a la infamia. Ahora bien, en su mensaje hay una imputación que molesta, pero su tono jamás resulta excesivo ni alcanza los límites de otras protestas. Entre estas últimas está la que expone Coetzee en su libro Las vidas de los animales.
A través de su personaje de ficción Elizabeth Costello, escritora australiana que recorre el mundo de las universidades dando conferencias polémicas, Coetzee lanza una de las críticas más enérgicas contra las masacres cotidianas que se cometen contra los animales. Tal palabra, “masacre”, desagrada porque se trata de la expresión de un crimen cometido bajo el consentimiento de sociedades despiadadas hasta el marasmo. Costello hace un itinerario explicativo, en las dos conferencias que integran Las vidas de los animales, por los referentes que a lo largo de la historia de Occidente han servido a los hombres para justificar su comportamiento agresivo frente a ellos. El decreto de Jehová que pone a Adán como maestro y señor de todas las especies de su jardín. La consideración de Tomás de Aquino en la que la esencia de Dios es la esencia del hombre y la de los animales es semejante a la esencia de las cosas. La sentencia de Descartes, Cogito ergo sum, que supone a los seres que no tienen lo que se llama pensamiento como organismos de segunda categoría, algo así como autómatas biológicos. Aquel concepto de razón en un Kant que cree que ella es el pilar del universo cuando tan sólo lo es del cerebro humano.
“Los filósofos y los animales” y “Los poetas y los animales”, las dos conferencias que da Elizabeth Costello, están fundadas en la polémica, y creo que no hay un testimonio más contundente en defensa de los animales que este librito de no más de cien páginas. Costello compara las matanzas actuales de los animales, y el silencio cómplice que las rodea, con las masacres judías cometidas por el nazismo ante la indiferencia general del pueblo alemán. El símil es brutal, pero es el único medio encontrado por este alter ego literario de Coetzee. “Permítanme decirlo abiertamente, dice Costello en su primera conferencia, estamos rodeados por una empresa global de degradación, de crueldad, de matanza, capaz de rivalizar con todo lo que se llegó a hacerse durante el Tercer Reich…, con la peculiaridad de que la nuestra es una empresa sin fin, que se autorregenera y que incesantemente trae al mundo nuevos conejos, aves de corral y ganado de toda especie con la sola intención de matarlos.”
En uno de los debates suscitado por las conferencias, que son la parte más interesante del libro de Coetzee, porque allí aparecen las justificaciones, digamos filosóficas, de quienes comen carne, a Costello le preguntan si su propio vegetarianismo surge como una consecuencia de su convicción moral. Costello responde: “No, proviene del deseo de salvar mi alma”. En estas palabras podría explicarse el porqué de esa defensa de los animales que atraviesa una importante literatura que va desde los filósofos presocráticos, pasando por Swift y Kafka, hasta los alegatos más actuales de Yourcenar y Coetzee.
Arvo Pärt: música lúcida
¿Cómo debe escribir su música un compositor?, preguntó el adolescente Pärt al portero de su casa en Rakvere. Este paró de barrer las hojas otoñales y, luego de reflexionar unos instantes, respondió: debe de amar cada sonido. En estas palabras el compositor estonio, nacido en 1935, habría de fundar su poética musical. Hay otra consideración clave a la hora de acercarse a una de las músicas más prodigiosas compuesta en los últimos treinta años. El mismo Pärt se la plantea a sus discípulos. Toca en un piano las solitarias notas de Für Alina y comenta: cada sonido es como una brizna de hierba. Y cada brizna de hierba deber ser tan importante como una flor.
En medio de la velocidad y el vértigo, del ruido incesante y la proliferación de la alienación masiva; y teniendo como telón de fondo las caídas de las utopías que marcaron una buena parte de la segunda mitad del siglo XX, la obra de Arvo Pärt es reveladora. Significa un original regreso a lo antiguo y una negación rotunda de las veleidades de las modas. Y lo antiguo en él es el Medioevo en el que la voz humana es el mejor medio para dialogar con Dios. Pero Pärt no se desplaza en el tiempo a través de la vía del paganismo, como lo hicieron las tendencias neoclásicas que van desde el Erik Satie de las Gymnopedias hasta el Igor Stravinski de Apolo Musageta y el Ottorino Respighi de Los pinos de Roma. Él lo hace tomando la senda que conduce al primitivo cristianismo eslavo.
Nacido en un país que cayó en la encrucijada de dos sistemas totalitarios, el nacionalsocialismo del Tercer Reich y el comunismo soviético, Pärt se educó bajo la égida musical de Dimitri Chostakovitch y Serguei Prokofiev. Pero algo le decía que esa estética y ese lenguaje no eran los suyos. De adolescente, tomaba su bicicleta y daba vueltas en torno a un altoparlante público que vomitaba sinfonías marciales, himnos patrióticos, óperas proletarias de las emisoras oficiales. Medio mareado y sudoroso, Pärt se repetía que jamás compondría una música de esa índole. Y resulta muy sugestivo ver cómo esta música minimalista de contornos sacros, terminó por convertirse, a pesar de la religiosidad y su rotundo regreso a la tonalidad, en una respuesta rebelde a las fórmulas estéticas del realismo socialista, pero también a las propuestas atonales de las vanguardias de la posguerra.
Las experiencias juveniles de Pärt con el dodecafonismo, y era casi obligatorio ser seguidor de Schönberg en esos años, lo tornaron indeseable a las autoridades comunistas de Estonia. De este modo Pärt, sin creer demasiado en las teorías del serialismo, se vio excluido de la sociedad de compositores de su país, en 1979. Es posible que la exclusión lo haya precipitado a la crisis. Quizás es mejor pensar que esta crisis, abarcando necesariamente a la música, partía del gran vacío espiritual en el que estaba sumido desde hacía años. La audición de un canto gregoriano en una librería de Tallinn fue su camino de Damasco. Entonces Pärt se dedicó a investigar y a estudiar las manifestaciones de los monjes de Ambrosio y de Gregorio el Grande y la polifonía del Renacimiento. No demoró en unirse a las filas rígidas de la Iglesia ortodoxa rusa. Más tarde vino el exilio en Berlín, donde vive desde 1981. Y una serie de descubrimientos sonoros entre los cuales sobresale el que él mismo denominó música tintinnabular.
Con Für Alina, la primera de sus obras que habría de popularizarlo, Pärt se sumerge en las sonoridades tintineantes. Y seguirá haciéndolo en obras tan representativas como Spiegel im Spiegel, Summa, Fratres y Canto a la memoria de Benjamin Britten. Mucho de la honda transparencia del sonido de las campanas monásticas hay en este hallazgo. Hallazgo que había emprendido, años antes, y desde una óptica igualmente mística, el Mompou de la Música callada. Federico Mompou parte de un verso de Juan de la Cruz, “Música callada, Soledad sonora”, para indagar en la pureza atávica de los sonidos campanarios. Mucho de esto hay, por supuesto, en el Pärt de sus composiciones instrumentales. El otro, el de la obras corales y voz solista como De profundis, Memento, Miserere y My heart’s in the Highlands, manifiesta la certeza de que es la voz humana el más acabado instrumento musical; y las naves de los templos, su más elevada acústica.
Arvo Pärt es alto. Dueño de un vigor dulce y apacible. De barbas espesas y ojos profundos. Sus manos son largas, finas, severas como su música. Al escucharlo reflexionar sobre el sentido de su oficio, podría concluirse que no hay una prolongación material más nítida de esta obra que su propia voz y su figura. Pero esta música, que ha salido de una larga y paciente búsqueda, basada en la experiencia del dolor y la soledad, y en la felicidad que significa compartir la vida con los animales, las plantas y los minerales de la Tierra, se refleja también en las sombras recogidas de las iglesias ortodoxas, en la luminosidad que otorgan los bosques en la primavera, en la lluvia que cae parsimoniosamente en los jardines del crepúsculo, en esa conversación que desde hace millones de años establece el viento con las rocas y éstas con el cauce de los ríos y el mar.
Sin aspavientos sonoros y acudiendo a una expresividad tan sencilla como estremecedora, la música de Pärt se ancla en la sed metafísica que todo ser humano posee. Música clara, simple, lúcida. Música cuyo misterio reside en comprender que la misión más alta del compositor es entrar en la esencia de cada sonido.
Réquiem para mi amigo
Un amigo cercano tiene la costumbre de coleccionar Réquiems. Y no sólo los colecciona, sino que conoce los avatares históricos propios a estas composiciones. Gracias a él he sabido detalles curiosos: por ejemplo que el primer réquiem del que se tiene noticia es el de Dufay. Obra desaparecida pero que el melómano de arriba asegura haber escuchado en una audición secreta. Que el único réquiem instrumental es el de Górecki. Que uno de los dos que compuso Schumann está dedicado a la memoria de un personaje literario. Que un réquiem, hecho por 12 compositores, se debió haber tocado en los funerales de Rosinni, intento desafortunadamente fallido. Que de una de las partes de esta dispersa obra colectiva, la realizada por Verdi, surgiría el célebre réquiem del músico italiano, especie de "opera de la muerte". Este amigo tiene casi 90 obras de este tipo, aunque todavía le faltan muchas para completar su discoteca fúnebre. Gracias a él escuché por primera vez el Réquiem para mi amigo de Zbigniew Preisner.
Preisner es conocido en particular por su música de las películas de Krzysztof Kieslowski. Las partituras de El decálogo, La doble vida de Verónica y Azul, Blanco y Rojo le han significado prestigiosos premios en París, Berlín y Nueva York. Pero Kieslowski murió en 1996 y el compositor quedó sumido en la perplejidad y el dolor. El Réquiem para mi amigo se escribió durante tres noches en algún monasterio de Polonia. Y es la primera obra de concierto público de Preisner. Su grabación se hizo en la iglesia de Emaus de Cracovia, entre diciembre de 1997 y febrero de 1998. Sus atributos son varios. Alimentado por la estética sonora de las nuevas vanguardias procedentes de Europa del Este, el Réquiem para mi amigo tiene la virtud de demostrar que la música, después de haber frecuentado fórmulas en exceso complejas, también puede evolucionar hacia lo elemental y lo simple. Imposible darle un rótulo de minimalista o de neorromántica, categorías caras a los críticos de hoy. Se trata simplemente de una composición anclada en la tradición litúrgica cristiana, pero también circunscrita a nuestra contemporaneidad. Su primera parte, llamada propiamente "Réquiem", acude a las usuales partes de este género vocal. La intervención de la orquesta se limita a un cuarteto de cuerdas, despojamiento relacionado con el duelo y también con el hecho de que los réquiems, hasta el siglo XVIII, fueron de carácter eminentemente vocal. Las voces, en el Officium, alcanzan igualmente una desnudez en la expresión que es inevitable pensar en la austeridad de los cantos ambrosianos. Y son cristalinas, como un antiguo canto de navidad, en el Lux aeterna. Hay un órgano emparentado con la frescura de ciertos corales luteranos, pero también dueño de matices lacerantes. La soprano solista, en la melodía de la Lacrymosa, busca acaso el consuelo del infinito pero lo hace con la opresión propia de las fulguraciones góticas. La segunda parte, titulada "Vida", ofrece otro panorama. Ya no es el desgarramiento de los primeros fragmentos. Es el misterio que suscita no sólo la vida, sino el hecho de la amistad. Aquí se presenta el homenaje al amigo que ha nacido y ha descubierto el mundo y ha amado. El que ha descendido al desamparo y ha padecido la guerra y la persecución. Aquí la obra no alcanza un matiz profano sino más bien panteísta. Sin embargo Preisner, al componer una obra enraizada en las constantes religiosas del reposo y la luz, se nutre de los cantos de difuntos pertenecientes a los cristianos de las catacumbas romanas. La instrumentación en esta sección, en todo caso, está surcada de referencias a lo que hoy se denomina "músicas del mundo". Una flauta de vibración celta. Un saxofón que recuerda algunos trabajos de Jan Garbarek. Ciertas resonancias -extensos bajos sostenidos, resplandores sonoros de triángulos y campanas- evocan los grandes espacios abiertos sugeridos por las músicas del Himalaya. Pero estas referencias son delicadas y no pecan de exóticas. Al contrario, están llenas de un respeto y acierto notables. "Vida" fue concebida, al principio, por Kieslowski y Preisner como un trabajo musical y escenográfico para ser estrenado en las ruinas de la Acrópolis de Atenas y en otros sitios similares de la Europa antigua. Los textos del Réquiem para mi amigo, finalmente, están en latín, en griego y en polaco, y algunos pertenecen a San Pablo y a Séneca.
Los homenajes al amigo. Al que estuvo entre nosotros y se fue sin haber manchado la ardua lealtad. El "Porque era él, porque era yo" de Montaigne. Las cartas de Séneca a Lucilio. El rostro de Baltasar Castiglione reflejando la amistad pintada por Rafael. La cántiga de José Manuel Arango, encuentro con ese hombre tanto tiempo ausente que, de súbito, por la iluminación del verso, regresa y nos acompaña. En fin, el recuerdo como homenaje. Y en él las miradas cómplices, las manos apretadas, el abrazo, la palabra compartida, el silencio. Sobre todo el silencio que se teje. Y surgido de él, como una exhalación de luz, la música. De la que el réquiem de Preisner es un conmovedor paradigma.
Una travesía musical por el siglo XX
Alex Ross ha superado un reto difícil con su libro El ruido eterno. No sólo ha plasmado un vasto periplo artístico de una época, sino que lo ha hecho con tanta intensidad que cualquier lector, sea avisado o no en los terrenos de la música, termina por ceder a sus encantamientos. Pocos son los libros, salvo las enciclopedias con su ristra de colaboradores más o menos anónimos, que logran dibujar un caudal tan amplio y poblado de meandros frente a la historia de la música moderna. El ruido eterno goza de tantos atributos, informativos y críticos, históricos y sociológicos, musicales y literarios, que no en vano, y pese a que sus contenidos solo oscilen en torno a análisis de la música clásica, se ha convertido en una suerte de best seller mundial.
Su objetivo es claro: tomarle el pulso a la música durante un siglo que ha sido, en tales terrenos, como el delta inmenso de un río tumultuoso. El puesto de atalaya, por así decirlo, en el que se acomoda Ross para lanzar una mirada, entre panorámica y minuciosa, es su país de origen: Estados Unidos. De allí que se dedique un buen espacio a la música norteamericana representada por compositores visibles como Charles Ives, Georges Gershwin, Aaron Copland, John Cage, Steve Reich, Philip Glass y John Adams. Esta presencia, digamos nacional pero abierta al mundo, se justifica porque Estados Unidos con el Jazz, el Rock, el Pop y las músicas folklóricas y sus abrazos con tendencias académicas como el serialismo, el neoclasicismo, la música electroacústica y los regresos minimalistas a la tonalidad, resulta la bisagra que permite articular el libro pertinentemente. En este sentido, Ross hace lúcidos saltos desde la búsqueda de la identidad musical estadounidense, zarandeada por las políticas estatales y la portentosa industria cinematográfica, a los antiguos centros musicales del siglo XX (la exquisita y antisemita Viena de Gustav Mahler, el París cosmopolita de Igor Stravinsky y del Grupo de los seis, la Berlín frenéticamente festiva de Kurt Weil y Paul Hindemith y el Moscú medroso y totalitario de Sergei Prokofiev y Dimitri Chostakovich). Con este procedimiento, El ruido eterno se convierte, a la vez, en una apasionante travesía musical por el siglo XX y en una radiografía sonora del mayor imperio de los últimos tiempos.
Travesía que, valga la pena anotarlo, se torna inexplicablemente indiferente con el aporte que hizo América Latina y sus compositores al panorama musical del siglo. Ninguna línea de Ross es dedicada, por ejemplo, a los compositores cubanos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla que tanto ayudaron, con sus pesquisas en el dominio de la tímbrica instrumental afroamericana al Edgar Varèse de las innovadoras obras para arsenales percutientes. Héitor Villalobos, uno de los grandes músicos de todos los tiempos, apenas le merece escuetas menciones. Lo mismo sucede con Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Y músicos esenciales como Alberto Ginastera y Leo Brouwer sencillamente no existen. Esta ausencia no es fortuita y más bien obedece a una dinámica de los estudios musicales enciclopédicos tramados en los centros del poder económico y cultural. Tal aspecto de El ruido eterno remite, de algún modo, a la célebre Historia de la Música, dirigida por el francés Roland Manuel publicada en los años 60. En sus más de cuatro mil páginas América Latina es el gran fantasma invisible en este, no obstante, excelente balance de la música desde los tiempos antiguos hasta la segunda mitad del siglo XX.
El ruido eterno inicia con la presencia de los compositores alemanes Richard Strauss y Gustav Mahler en los Estados Unidos, cuando el sueño americano empezaba a marcar la pauta en el ámbito de las orquestas sinfónicas y su papel de democratizar la música clásica en un país tan extenso como variopinto por sus orígenes inmigrantes. Pero decir Mahler y Strauss, en cuanto a influencias se refiere, es regresar a Richard Wagner y a Franz Liszt. De hecho, Ross sabe que el siglo XX, musicalmente hablando, inicia con las tendencias posrománticas y sus intentos, no del todo desdeñables, de desestabilizar la sacrosanta tonalidad. Y culmina con John Adams, compositor cuyo estilo refleja la compleja y atractiva fusión de músicas diversas. Adams define lo que es el gran país del norte: “una deslumbrante fanfarria hollywoodense”, unida a “grandes nubes de armonía wagneriana” que, a su vez, se abraza a majestuosos homenajes a Jean Sibelius y a Mahler, y que acoge en su seno, sin vacilaciones y con espíritu lúdico, procesos minimalistas, sonidos del jazz y el rock y experimentos electrónicos propios de las vanguardias europeas de la posguerra. Con Adams es claro que el legado clásico se recibe desde Estados Unidos. Su índole, empero, manifiesta una de las conclusiones fundamentales que ofrece Ross: la cultura musical de inicios del siglo XXI no ofrece ningún centro y el pluralismo de los lenguajes es una verdad tan vital como inobjetable.
De otro lado, El ruido eterno permite comprender que la época actual ignora las figuras monumentales, por no decir heroicas, de los compositores que sobresalieron hasta la muerte de Chostakovitch y Benjamin Britten, a mediados de los años setenta. Y opta, en cambio, por mostrar personalidades musicales disímiles, ancladas en todas partes y en ninguna, bebiendo de la tradición compositiva europea, pero también ansiosas por recuperar elementos populares de África, Asia, Oceanía y América Latina. Igualmente, al finalizar el extenso itinerario emprendido por Ross (El ruido eterno tiene cerca de 800 páginas contando sus numerosas notas bibliográficas, una muy útil guía de lecturas y audiciones sugeridas y el necesario índice onomástico), se entiende que el compositor ha terminado por convertirse en una figura, a veces solitaria y periférica, a veces mediática y espectacular, que hace música sin esperar grandiosas celebridades. Y es que uno de los rasgos más singulares de El ruido eterno es mostrar, justamente, esta disolución de los perfiles, el difumino insoslayable de las tendencias contemporáneas que permiten construir un mundo sonoro que, en palabras del viejo Claude Debussy, resulta completamente quimérico e inencontrable.
Ahora bien, los lenguajes estéticos analizados por Ross, que se definen desde la mixtura multicultural y que parecieran ser un matiz de la música de las últimas vanguardias, ya se insinuaban con meridiana claridad en las sinfonías mahlerianas. En el primer gran compositor del siglo se confabula la tradición contrapuntística de J. S. Bach, la orquestación romántica de Robert Schumann y Wagner con las fanfarrias militares decimonónicas del imperio prusiano y las tonadas pueblerinas que se desperdigaban por toda la geografía de la Bohemia natal del compositor. Sin embargo, este comportamiento simbiótico de la música no es propio solamente del siglo XX. El mismo Ross sabe que esta actitud ha sido propia de otras épocas musicales. Mírese, verbigracia, la irrupción de sonoridades islámicas en las cántigas medievales españolas y en los troveros de la Aquitania francesa, los clásicos alemanes trabajando a partir de melodías de los serallos turcos, Debussy y los impresionistas alimentándose de la escala pentatónica china. Es verdad, desde esta perspectiva, y esta es otra de las conclusiones de Ross, que muy posiblemente el destino de la música que le espera al siglo XXI sea el de una “gran fusión final”, en la que artistas populares desenfadados y juguetones y compositores clásicos y serios que quieran seguir aferrados a la tradición de perpetuar el pasado, terminen hablando un idioma muy similar.
Hay algo significativo en la forma en que el trabajo de Ross se fundamenta. Las fuentes son muchísimas y van desde los trabajos teóricos de los mismos compositores (los ensayos de Igor Stravinsky, Béla Bartók, Arnold Schoenberg, Pierre Boulez y John Cage, son citados con frecuencia), las biografías más sobresalientes de los músicos aparecen aquí y allá. El nombre de Theodor Adorno, a la hora de interpretar posiciones radicales del arte revolucionario frente a la vulgarización impuesta por los medios masivos de la recreación cultural, también es seguido por autor de El ruido eterno. Pero hay una obra que se levanta, como una suerte de columna vertebral, en este seguimiento dilatado de la música del siglo. Y no es un tratado de música, sino una novela. Doctor Faustus de Thomas Mann, que describe la situación del creador musical en los tiempos del fascismo, que son los del mal y del horror, permite a Ross analizar dos elementos. Sopesa, en primer lugar, las transgresiones atonales, las búsquedas tímbricas, los juegos contrapuntísticos y armónicos realizados en esos cien años. Y rastrea, en segundo término, los tormentos de los mismos compositores y su posición frente a sistemas políticos aplastantes de la individualidad creadora. Adrián Liverkhun, el compositor ficticio de Mann, y así lo explica Alex Ross, “presenta rasgos de Schoenberg y Webern, que manifestaron haber matado la tonalidad y quizá de Varèse, que se tenía por un ‘diabólico Parsifal’. Liverkhun también presagia a Boulez, con su estética del ‘más violento’; a Cage, que afirmó que iba ‘hacia el silencio más que hacia la delicadeza, hacia el infierno más que hacia el cielo’; al irónico, autoflagelante y obsesionado por la muerte Chostakovich”. Con esta permanente presencia del compositor literario, que le ha vendido el alma al diablo para poder crear en tiempos de total esterilidad, El ruido eterno pareciera afirmar que lo diabólico es uno de los patrimonios de la música moderna.
En un libro que nombra sus capítulos teniendo en cuenta edades de esplendor, tendencias y vanguardias musicales, relaciones entre nazismo, comunismo, democracia y música, resulta insólito que se dediquen dos de sus capítulos a grandes personalidades más o menos conservadoras del siglo. Por un lado, Sibelius. Por el otro, Britten. Por qué Alex Ross no hizo lo mismo, por ejemplo, con Stravinsky, una personalidad que, como Picasso en la pintura, bebió de casi todos los lenguajes musicales del siglo hasta tal punto que su voz es tal vez la más cosmopolita, abierta y curiosa de todas. Por qué no dedicó otro capítulo a Schoenberg, cuyo dodecafonismo representa uno de los avances más radicales de la época con su condena de muerte oficial a la tonalidad. Por qué no hizo lo mismo con Olivier Messiaen, ese músico raro, luminoso, creyente en Dios y sus mensajeros alados en medio de una época atea por moda y acaso por necesidad histórica. Las explicaciones pueden ser varias. Por un lado, el espectro de la música moderna, tal como lo plantea El ruido eterno, certifica una suerte de desaparición del compositor proteico, digno heredero del Beethoven romántico, y por lo tanto dividir el libro en capítulos onomásticos hubiera resultado paradójico. Por otro, es evidente que Sibelius y Britten son los compositores tonales más importantes en una época en que practicar este lenguaje significaba algo denigrante. No se olvide que, y esto lo estudia muy bien Ross en su recorrido, las vanguardias de la posguerra, comandadas por Pierre Boulez, Luigi Nono, Luciano Berio y Karlheinz Stockhausen, pensaban que trabajar con la tonalidad era confabularse con las fuerzas oscuras del fascismo, tan caras a los lenguajes simples y tonales de las colectividades militares. Otra respuesta, para nada fútil, es que la valoración de Ross de estos dos compositores se hace teniendo en cuenta el impacto de sus músicas en la sociedad norteamericana.
La conclusión general a la que conduce El ruido eterno es afirmar que la azarosa, agresiva y emocionante historia de la música del siglo XX es la historia misma de la destrucción progresiva de la tonalidad y su regreso al seno de las últimas vanguardias del siglo. Desde la desintegrada Unión Soviética, pasando por la China comunista coqueta del neoliberalismo, y las nuevas tendencias del posminimalismo norteamericano, el mundo dice que la tonalidad es invencible. Y esta no es una conclusión regresiva, es simplemente una respuesta a lo que en un determinado momento histórico, me refiero a la situación de la música más extrema que se compuso durante la Guerra fría, se hizo con la tonalidad. Voltaire y los ilustrados del siglo XVIII lucharon por la laicización de la religión y pensaron, creo que estaban seguros de ello, de que si Dios no moriría al menos las grandes religiones monoteístas dejarían por fin tranquilo al individuo en su búsqueda de la espiritualidad. Un vistazo al estado de la religiosidad del mundo de inicios del siglo XXI muestra cuán equivocados estaban Voltaire y sus amigos. La tonalidad, como Dios, no ha muerto, y El ruido eterno lo confirma con suficiente amplitud.