Cinco poemas en prosa de Viajeros

UN CRUZADO Fui uno en ese viaje santo y también fui todos. Salí de Clermont, de Tolosa, de Legia, de Lorena. Perseguí la redención tocando lo execrable. Mi caballo devastó, mi espada degolló, mi boca profirió denuestos en las jornadas del saqueo y estuvo atada al responso en la angustiada noche.  Por los caseríos de Hungría, como un viento arrasador, se extendió mi mirada hambrienta de eternidad. Sobre el mar que rodea a Constantinopla pasó, confundida en la multitud, mi conciencia de perecimiento. Busqué al Creador encerrado en el delirio. Pero en Maara y Antioquía Él se escondió entre la sangre y la epidemia.  Su rastro fue inasible entre despojos que siguieron hasta que Jerusalén fue liberada. La ciudad nos perteneció ese día, y el humo de los incendios hizo una inmensa cruz en el firmamento. Entre los gritos de espanto, mis manos se mancharon de horror, pero aspiré por fin el hálito implacable de Dios. DANTE Sospechar que en la armonía de los astros no está ella, y que en su luz se despedaza el resplandor del Paraíso. Y pensar esto es el origen de una condena porque, de súbito, me hallo en la primera página de otro viaje que mi mano escribe. Veo la loba, el león, la pantera, y en la encrucijada de sus acechos leo la inscripción que me lanza a la bruma. En el momento indicado digo: ¡Maestro!  Pero Virgilio no está.  Levanto la cabeza y lo veo, ajeno a mí, bordeando los abismos. Lo llamo y  no oye. Corro pero cada paso que doy es uno dado por él. La distancia es atroz y permanente.  Entonces, un nuevo Infierno, el verdadero, empieza para mí. Sin guía y con la certeza de que no hay nadie a quien seguir. Beatriz, grito, y a mi eco se une el coro de los condenados. GUILLAUME DE RUBRUCK Hay otros de tez clara en estos dominios. Sé de varios sirvientes húngaros en la corte de Mongolia, de la hija de un ruso que teje la seda y atrae el amor con conjuros, de un mancebo inglés que reconoce a la muerte en las manos de los hombres. Por ser franciscano, y embajador de Luis, se me ha permitido hablar de Cristo con los sabios de este imperio. Ellos desconocen el espíritu que iluminó a Abraham, y no por insensatez, pues son muchas las montañas, los lagos, tantos los pueblos de Mahoma que nos separan. Pero duele saber que todo en la tierra les parece ficticio, hasta Gotama, el lúcido. Lo que persiguen, a través de pacíficas virtudes, es la nada en las vastas estepas. Me escuchan hablar de Roma, de la Biblia, de la ciudad de Agustín y de las Consolaciones de Boecio. Y al contarles del Paraíso y los eternos castigos, del enigma de la trinidad, concluyen que la mía es una vía engorrosa para llegar a Dios. Después guardan silencio. Buscan el reposo de las tiendas bajo la noche constelada de Karakorum. Cuando hago lo mismo, creo vana la tarea de adoctrinarlos.  Acaso hay verdad en su búsqueda. Con el sueño la sospecha me cubre. Quizá la cruz no sea el único camino. IBN BATUTA Las ciudades del Nilo me llevaron a la morada del Altísimo. Pensé ir a Damasco y lo hice. Quise conocer las tierras de Omán y Omán fue atrapada por mis ojos como una piel deseada. Luego fueron las Maldivias donde escuché lo maravilloso y lo banal. Mi sed de viajar se desató. Los espacios y el tiempo escaparon de mis cálculos habituales. Empecé a devorar las leguas que faltaban sin siquiera imaginarlas. De las aldeas otomanas pasé a las rusas. Después fue la China, donde no hay  noción de término. Viajar es ignorar el punto de llegada, y quisiera continuar hasta encontrar algo semejante al fin. Pero soy tan sólo un hombre y es necesario volver al sitio de partida. Regresar a Tanger. Y ver de nuevo la primera luz. El primer mar. Rozar con mis dedos las primeras piedras. UN PEREGRINO Santiago de Compostela está cerca. Los hombres duermen el cansancio de horas caminadas. O miran el fuego como si fuera la primera vez, mientras el vino humedece los mendrugos. Soy músico trashumante. Al silencio de las posadas lo ilumino con mi laúd. Sé canciones que describen la muerte como una danza ebria. Al culminar el último relato de brujas, mi música es humo, juego de niebla, espejo de la luna. Y estoy tocando cuando un extranjero aparece entre nosotros. Tiene cuerpo de alfanje. Su palabra es pausada. Los ojos, dos teas inextinguibles. Sólo nos resta enfrentar el engaño, la enfermedad, el horror, dice, con el cuerpo. Aconseja fornicar, único júbilo que conduce al Paraíso, o masturbarse junto a los árboles en flor. Explica que la ruta de aquí abajo es breve. Y la de arriba, dibujada en las estrellas, no nos corresponde porque es inaccesible.  Más allá de ese templo, falsa tumba de un apóstol, concluye, no hay sino desolación.  Algunas mujeres se persignan. La palabra hereje se desliza junto a la fogata. Sin siquiera beber un vaso de vino, el hombre se marcha. El eco de sus pasos nadie lo escucha. Sólo mis sonidos lo persiguen.      

Viajeros en el tiempo por Marco Antonio Campos

Publicado por primera vez en 1999, aparece en mayo de 2011, en las bellísimas ediciones de la editorial colombiana Tragaluz, el libro de poemas en prosa Viajeros, de Pablo Montoya, ilustrado por José Antonio Suárez Londoño. El libro viene acompañado de un CD.

En el linaje de libros de Schwob y Borges (quizá sus principales influencias), de Julio Torri y Juan José Arreola, de Julio Ramón Ribeiro y Antonio Tabucchi, los poemas en prosa de Montoya pueden ser leídos asimismo como biografías imaginarias y aun a veces como minificciones. Montoya conjunta espléndidamente en la escritura la imaginación del narrador y el poeta con la lucidez del ensayista.

Como el título lo dice, los textos del libro tratan sobre viajeros, en este caso, en una breve síntesis del tiempo absoluto, desde la raíz del mito hasta algunos del siglo XIX y XX: viajeros míticos, literarios, bíblicos e históricos de la Grecia y la Roma antiguas, del Medioevo, del Renacimiento, del Medio y el Extremo Oriente, de Oceanía, de América y Europa. Para bien no faltan en el libro, entre tantos personajes conspicuos, seres anónimos a quienes les es dado en un instante un relámpago que los ilumina. De cada viajero Montoya busca contar un momento revelador y único en la historia o de su vida transitoria. En los textos, que parecen a menudo miniaturas preciosas medievales, el poeta y escritor colombiano busca conmover o sorprender y en ocasiones conmover y sorprender. Montoya parece conocer pequeños secretos para dar giros súbitos en el curso de la narración o al final de ella. El elemento sorpresa aparece sobre todo en varios finales, como, por ejemplo, en el texto sobre Dante, donde no existen una Beatriz o un Virgilio que libren al poeta florentino de la condenación del infierno, o aquel sobre Ulises, quien al regreso a Ítaca descubre un pueblo que no cree en él, o el del franciscano Guillaume de Kubruck, que con resignación triste comprende que puede haber otras vías religiosas que la Cruz.

Montoya pule cada palabra, cada frase, cada texto, sin necesariamente parecer refinado o exquisito. Montoya consigue que a los textos no entre “demasiada literatura” (para decirlo con Artaud) dándole a casi cada texto un toque intensa y conmovedoramente humano. Contar y volver a contar de otra manera historias que ya de antiguo se contaron. El vino viejo, parece decir, se puede beber muy bien en odre nuevo. Podemos así padecer en cuerpo y alma los sentimientos ante la inminencia de la muerte de Magallanes, cuando está siendo ultimado por los indígenas filipinos, de Antonio Pigafetta, acompañante en las navegaciones de Magallanes, que recuerda en el lecho de muerte continuas y vivas imágenes de los viajes realizados, de Francisco José de Caldas, botánico y revolucionario colombiano, quien piensa en su pasado de consecuciones científicas antes de ser fusilado en 1816 por el ejército real, y de un judío, que puede ser cualquier judío de los años de la segunda gran guerra, quien concluye que todo es ilusorio mientras va en el tren al campo de exterminio de Treblinka. Pero también podemos sentir la honda tristeza ante el reclamo desconsolado que hace Moisés a Dios al saber que no llegará a la tierra prometida, o la tortura que crean el vacío y las sombras en el exilio como le pasa a Ovidio, o la furiosa fuerza de voluntad y la obstinada esperanza de Bartolomé de Las Casas y Ponce de León para defender lo que creen, o la soledad iluminada de Galileo ante la mirada del cielo y la luna, o las luces últimas de la nostalgia por la vuelta al país natal de Ibn Batuta… Cierto número de textos contienen un delicado erotismo y el cuerpo de la mujer se vuelve para quien lee un deleite de sensaciones táctiles, pero también hay algunos otros, como los de Cadmo, Lao Tsé y el papú de Nueva Guinea, que son, adapto una frase de Borges, como pequeños cuadros de imaginación razonada.

Me atrevería a decir, no creo exagerar al decirlo, que Viajeros es ya uno de los libros indispensables –un mirlo blanco– del texto breve latinoamericano, que quizá tuvo su primer momento espléndido con la edición de Ensayos y poemas de Julio Torri en 1917.

Pablo Montoya nació en Barrancabermeja, departamento de Santander, Colombia, en 1963. Es poeta, narrador y ensayista.

Viajeros por Luis Arturo Restrepo

Leer Viajeros es acudir, tras cada página, a una posibilidad nueva de ser bajo nuestros ojos. Posibilidad para nada inscrita en lo real inmediato, pues el libro de Pablo Montoya  está inmerso en un laberinto de imágenes, situaciones y reflexiones en donde al lector no le queda más que asumir su condición de nuevo errante para repetir en voz alta las palabras de Ibn Battuta, uno de los viajeros árabes que nos lleva de su mano: “Viajar es ignorar el punto de llegada, y quisiera continuar hasta encontrar algo semejante al fin. Pero soy tan solo un hombre y es necesario volver al punto de partida”. Los nombres que se descubren en este intenso recorrido, bien correspondientes a personajes históricos, mitológicos o literarios; bien anónimos, fugaces y plurales, llevan tras de sí la palabra como manifestación de su tránsito. Aquí Eneas o Noé trascienden la crónica histórica, la idea detenida en nuestra memoria de lo que fueron, y un cruzado o un extranjero, un mercader o un inmigrante, son a la vez la totalidad de nuestros pasos por mundos diversos: Ícaro se acerca a nosotros en el tiempo bajo el traje inquietante del astronauta, mientras Montaigne y Stefan Zweig se repliegan ante el adolorido y siniestro mundo de la razón, para, entre estas historias, dar paso al erotismo Babilónico y la rareza del cuerpo nuevo que  se descubre en todas sus dimensiones ante Américo Vespucio. El libro se convierte pues en un círculo cerrado que gira sobre sí mismo, y esto lo confirma la aparición en las páginas finales (después de mucho trasegar por mares, plazas, calles y selvas) de personajes como Teseo, Alonso Quijano y Gulliver, quienes, tras una lectura que se desarrolla en una línea cronológica, sorprenden en la ambigüedad de su palabra, lúcida y medida, crítica y sensible, con que el punto de partida no es más que la excusa del hombre para saberse desterrado. Que finalmente todos somos uno, todos somos esa voz que asumimos al iniciar en la lectura el viaje: contención y vértigo de la prosa, ensueño y alborozo de la palabra. El libro además sorprende, en esta nueva edición de Viajeros, después de casi doce años de haber visto la luz, con las ilustraciones de José Antonio Suarez Londoño. Cada imagen con la que José Antonio acompaña el libro es un universo paralelo que conjuga las imágenes propuestas por Pablo Montoya y la libertad del lector para representarse lo leído. Esa triada es una muestra más de la genialidad de estos poemas: libres de toda contención, resistiendo siempre a la idea fija o la intención limítrofe. José Antonio nos brinda en sus dibujos otra ruta, un camino afín, una vertiente más de lo que antes conocíamos como posible. Los colores se suman a los olores, cada superficie se torna amiga al tacto y las siluetas de ballenas, montes, ciudades, hombres, manos, alas, lenguas y flautas hacen del viaje una espera para la eternidad. Sólo al final nos queda abrazar el extravío, esa adorada extensión hecha de nada y de todo y tratar de cerrar el libro con las palabras de Melville recorriendo la lengua: “Me quedaría aquí, sin brújula, buscando la trayectoria del último arpón, el secreto de la locura, el íntimo silencio del mar”. Medellín, agosto de 2011

Céline vive

Hace 50 años, un 1 de julio, Louis Ferdinand Céline fue enterrado en Meudon. Su sueño de reposar en Père Lachaise, al lado de sus padres, no pudo cumplirse y, como una suerte de castigo, quien era el más polémico escritor francés de esos años, fue exhumado en un camposanto de los suburbios de París. Los últimos diez años de su vida Céline, o el doctor Destouches, los vivió en el retiro de la Villa  Maïtou. Esa casa de Meudon donde escribió su trilogía novelesca de la segunda guerra mundial (De un castillo al otro, Norte y Rigodón) y donde atendía, de vez en cuando, enfermos miserables que le rogaban un cuidado. Además del médico, la casa albergaba a Lucette, su esposa, que daba clases de ballet, y a tres perros, dos gatos y un loro con quienes el escritor departía cotidianamente su desencanto del mundo y la repulsión sin tregua por los hombres y la época que le tocó enfrentar. Céline se había convertido en una especie de vejestorio que, atormentado e insomne, escribía obsesivamente con mano temblorosa. Y las hojas iban acumulándose con rapidez -el autor de Viaje al fondo de la noche escribía con letra grande y espaciosa-, y él las pegaba con ganchos de colgar ropa y las amontonaba sobre un escritorio que parecía más bien un escaparate acostado. Su antisemitismo febril, su anticomunismo escatológico y su racismo a prueba de todo convirtieron a Céline en el blanco de los peores ataques. Terminada la segunda guerra, huyó a Dinamarca con Lucette, que le era fiel como un perro y como un ángel. Pero hasta allí llegaron sus perseguidores y fue encarcelado por su vínculo con los nazis. Al regresar a Francia, lo absolvieron casi que milagrosamente. A Robert Brasillach lo habían fusilado por ser adepto del fascismo alemán. Drieu La Rochelle, antes de que le tocara el turno a ser enjuiciado, se suicidó. Céline parecía ser el otro escritor reconocido que merecía un repudio similar, en un país donde muchos, más de lo que se suele creer, fueron colaboracionistas por convicción, por temor o por simple conveniencia. Pero por una maniobra inteligente de su abogado, Céline logró que lo perdonaran. La anécdota parece, incluso, salir de una de sus novelas donde todo es absurdo y risible y tristemente humano. El juez militar, que estaba encargado del proceso, lo perdonó pensando que el acusado era un médico como cualquier otro que había ejercido sus oficios durante la segunda guerra. Un hombre de apellido Destouches que debía recibir, por ser un antiguo inválido de la primera guerra, la amnistía. El ministro de la defensa de entonces, que quería la cabeza de Céline, se dio cuenta y le reprochó al juez la decisión. Quebró algunas sillas de la oficina, dio manotazos al aire, espetó bravuconadas varias. No se da cuenta de que acaba de absolver al más pernicioso de los escritores que este país ha podido engendrar, exclamó el ministro de marras. Frente a lo cual, el juez, muy calmadamente, se excusó diciendo que lo sentía pero que sus conocimientos de literatura sólo llegaban hasta Flaubert. La vida de Céline se hundió en los núcleos más conflictivos del siglo XX. Educado en el ambiente del caso Dreyffus, heredó de sus padres una tirria espesa y paranoica hacia todo lo judío. Céline, y el entorno de pequeños comerciantes caídos en desgracia que rodeaba a su familia, pensaba que la causa de sus males y los de su tiempo era la formidable red económica que estaba tejiendo la judería europea. Los tres panfletos -Bagatelas por una masacre, La escuela de los cadáveres y Las sábanas limpias- atestiguan este antisemitismo extremo. Y si no fuera porque estos libelos están cargados del más frenético de los estilos literarios donde la diatriba y el lenguaje popular se abrazan ejemplarmente merecerían solo el desprecio. Céline vivió el horror de las dos guerras y no le cupo la menor duda de que su opción era, por encima de cualquier ideología o credo religioso, el pacifismo. Y quizás así es como deba leerse su obra, en la que la carcajada y el grito, el vómito y el llanto, la desesperanza y el humor dialogan incesantemente. Es decir, teniendo en cuenta que Céline amaba la paz hasta la ofuscación y la insensatez. Conoció el centro mismo del mundo colonialista en África. Y las páginas que le dedica a este tema en Viaje al fondo de la noche siguen siendo la denuncia más visceral de la voracidad del imperialismo europeo en el continente negro, pese a que la acusación esté sesgada del racismo más atrabiliario. También viajó al corazón de los grandes imperios de entonces (Nueva York y Moscú) y no vaciló en decir que ambos eran deshumanizadores y repugnantes sucursales del infierno. Si hay, pues, una literatura que muestra sin ambages la degradación del siglo XX y su cadena de mezquindades a troche y moche, disfrazadas de avance y progreso, de comunismo y democracia, es la escrita por Céline. Como ninguna otra, su obra es diestra en rasgar los velos de la inocencia y la ingenuidad, en detener los optimismos y los sentimentalismos. Con ella se concluye que el hombre es simplemente una podredumbre atravesada por un sueño. Con Céline nos inclinamos a pensar que un escritor es ante todo su obra y no sus acciones. Pero ambas circunstancias se cruzan de tal manera que dejan en los lectores el espacio de la admiración y el rechazo. Y en tal vaivén defendemos, usualmente, al escritor y atacamos al hombre. Las entrevistas que se le hicieron al autor de Muerte a crédito, emitidas por la televisión pocos años antes de su muerte, muestran a un anciano mórbido e inconsolable que habla con voz de ronroneo ese francés de la calle, espurio y vital, que él supo llevar, a través de un trabajo encarnizado de todos los días, al sitio más alto de la letras. Porque así también es como debe leerse a Céline. Es decir, sabiendo que toda gran literatura, pese a sus contenidos escabrosos, es una intensa apuesta por el estilo. Y el misántropo de Meudon lo demuestra cabalmente con sus libros. Son ellos quienes confirman, luego de cincuenta años de muerto su autor y pese a la indignación que sigue suscitando, que esta obra continúa palpitando con fuerza impresionante.  

Utopías empantanadas

“Utopía", así nombró Thomas Moro a una isla del Nuevo Mundo que un compañero de Americo Vespucio supuestamente conoció. Desde entonces, el libro fue publicado en Lovaina en 1516, el río de esas regiones magníficas, que han enloquecido a los hombres, sigue aumentando su cauce. En la invención de Moro, sin embargo, palpitan muchos sueños grecolatinos. La fuente de las utopías del siglo XVI está en la República de Platón, y en ciertos apartes de Los trabajos y los días de Hesiodo. Este último dice que los primeros hombres fueron de oro y vivían alegres y desconocían el sufrimiento. Para los antiguos, tales sitios maravillosos estaban ubicados, no obstante, en la distancia y eran inaccesibles. El Paraíso de la Biblia, Lactancio lo imaginaba rodeado por un impenetrable río de fuego. Y a las Islas de la Fortuna, cantadas por Píndaro en sus Olímpicas, sólo podían ir aquellos que conservaban el alma pura. Lejana también estaba la Isla de la Promisión, buscada por Brandano en su viaje medieval. Y más todavía, definitivamente imposible, la Ciudad Celeste de Agustín, en la cual conviven el amor a Dios y el desprecio que sus moradores deben tener de sí mismos. "Feliz la tierra cuyo rey es sabio" escribió Jean de Salisbury en su Policrático. Y en efecto, los regentes de las ciudades utópicas del Renacimiento son todos sabios. Quienes gobiernan la isla de Moro pretenden que sus habitantes actúen como miembros de un mismo cuerpo, y respeten estrictamente leyes cortas y claras escritas sobre las columnas y las puertas del templo principal. En la Ciudad del Sol, de Campanella, los lúcidos gobernantes creen que la procreación está hecha para conservar la especie y no el individuo, y sus residentes han de ver en las calles el retrato de los hombres sensatos que conocen la ondeante condición humana. En la Nueva Atlántida de Bacon, esos mismos seres preclaros dicen que el hombre debe reinar sobre la naturaleza. Y en Oceana, la ciudad de James Harrington, un envidiable régimen democrático protege por siempre los bienes de cada uno de sus ciudadanos. Pero estas construcciones  tienen una característica que las une tristemente: todas son poblados o ciudades o reinos fortificados, sometidos al aislamiento. Y es que no hay utopía, por más sublime que sea, capaz de no ceder ante el peso de sus propios fantasmas. Ya sabemos que el festín de la Revolución francesa estuvo embadurnado de sangre. Todos esos nombres "Fiestas del Ser supremo", "Paseos públicos", "Fuentes de la regeneración", "Fiestas de la razón", "Ofrendas a la libertad" estuvieron sustentados sobre una  represión feroz. Y si los proyectos utópicos de los arquitectos revolucionarios, tales como Boullé, Ledoux y Lequeu, sorprenden por su belleza y su plenitud -la ciudad de Chaux ideada por Ledoux, por ejemplo, está fortificada no con murallas sino con senderos apacibles llenos de árboles- no hay que olvidar el revés de tanta luz: las cárceles del siglo XVIII que en Piranesi tienen una sombría expresión. Desde los años en que Fourier propuso la felicidad de sus Falangerios, habitados por 1620 personas, por ser ése el número correspondiente a la combinación de las pasiones humanas; desde esas comunidades idílicas, sustentadas en el culto a la industria que caracterizó a las mentalidades positivistas; desde la Icaria igualitaria, fundada por Cabet y sus discípulos en América, hasta estos días neoliberales donde se abrazan la globalización y la dicha.com, la utopía ha desembocado en el fracaso. En el siglo XIX quizás la frustración de estos intentos producía pérdidas económicas en sus afiebrados impulsores. Pero en el siglo XX habrían de originar espanto. ¿Que más se podría esperar de un siglo que iniciaba con la frase futurista de Marinetti: "Queremos glorificar a la guerra, sola higiene del mundo"? Marx y Engels le hicieron creer a muchos que el comunismo era la meta y que uno de sus pasos, el socialismo, estaba al alcance de las manos obreras. La utopía universal marxista consiste en una inmensa República sin fronteras, carente de estados, de naciones, pero dueñas de una sola lengua. La Unión Soviética pretendió rozar este imposible. Y aunque al principio impresionó y conmovió a tantos, el ineluctable avance hacia el socialismo fraternal, cantado por las películas de Eisenstein, se cimentó en el horror, en lo mismo en que se habían sostenido el Nazismo alemán y el Fascismo italiano: el exterminio sistematizado del otro, del diferente, de toda oposición. Hoy podemos entender, sucedidos los genocidios del siglo XX, vislumbrando los que ya empiezan a planearse en el XXI, que si un estado obliga a los hombres a ser felices a través de la propaganda incesante, la eugenesia, la lobotomía y la quimioterapia, es inequívocamente totalitario. ¿Y qué decir frente a esas congregaciones utópicas de los años 60 como el hipismo y el mayo del 68? Ahora, al ver el viraje del mundo y de la historia, los índices de la guerra, la pobreza y la enfermedad y la alienación, producen un hondo desengaño. Los hipies terminaron esquizofrénicos, locos, suicidas, perdidos por siempre en su emblemática paz y en su estruendoso festival de Woodstook. Y los franceses de aquel juvenil mes culminaron en el negocio rentable de los campos nudistas, las tiendas de sexo y la cultura gurú del New age.  Las utopías buscan obsesivamente la transparencia, escribió por ahí Dostoyewski, ese ruso que creyó en una especie de ideal paneslavo. Pero si inician atraídas por lo cristalino, terminan ahogadas en el pantano. La utopía ha tenido sus espacios. Pero el mejor de ellos siguen siendo los libros. En el papel es donde respiran a sus anchas, cargados con toda la imaginación delirante, esos lugares que en realidad no pueden existir. Como las ciudades de Italo Calvino, las utopías deberían ser invisibles, o mejor dicho, ser trazadas para que sólo sea posible conocerlas o palparlas u olerlas en los ámbitos del ocio.

El laberinto de Amiens

El centro, la cruz, el ángel, el obispo, los rostros delebles, las líneas negras, las líneas blancas, los muros, los corredores, el camino que avanza y no llega y se pierde y busca la periferia ansiada, atrás el centro sopla el trazo y lo atrae hacia sí, los recodos se forman, la piedra del arzobispo Fouilloy se deposita, el sueño geométrico del arquitecto Luzarches inicia, el compás, la escuadra, el hilo de plomo, los que cavan en las canteras, los cargadores de la arena y la piedra, quienes cortan el cedro, los insomnes carpinteros, los talladores de cristales, los albañiles de manos agrietadas, las preces de las muchachas menstruantes, la piel pálida y la seda del señor, la curvatura del recogedor de berros, los senos de la mujer que ordeña las cabras en mañanas cuyo fulgor es el ojo de un gallo, los gritos, los cánticos, los rezos, el miedo, el júbilo y las columnas se elevan, los arcos se traban en el aire como un inconmensurable abrazo, los vitrales abren a la luz su quebradiza desnudez, y son las flores de lis, los tréboles bordados, las barbas austeras, las miradas donde brillan sentencias seculares, las manos del ermitaño que trazan uno de los  gestos del dogma, el deseo brota de los pórticos, la espiga punzante, los peces entrelazados, las copas juntas del vino, el cordero con su largo hocico, el cangrejo de patas consteladas, el perro que mea, el puercoespín de mil cuchillos bajo el altar, el árbol enmarañado, el hacha, las llaves, el cáliz, la lanza, la espada, la verga ubicua aunque escondida bajo las túnicas, la fachada se configura, del verbo nace la carne, la piedra se amasa por él, el arriba y el abajo toman dimensiones, los hombres jorobados sobre quienes el poder se apoya, éste ríe, aquél solloza, el otro suplica, ése gruñe, el de allá puja, aquel otro insulta, los patriarcas surgen rodeados de canes, chivos y vacas parturientas, y están los profetas cuya voz es un seco andamiaje de alucinaciones, los mártires vestidos de pingajos, lapidados, degollados, decapitados, quemados, atravesados por puntas que entran por el culo y salen por la boca, y más arriba la dulce sonrisa del ángel, la muchacha acariciada por el pico de la paloma, los reyes que huelen a esencias y a sangre de toros degollados, y Él en medio de los doctos, entre los comerciantes y la crápula, en medio de las putas y los proxenetas, entre los elegidos y los condenados, en sus pupilas el gesto de la verdad elemental comprendida por la piedra, las manos tocan el rabel, rasgan la lira, rozan el laúd, tapan la trompeta, hollan el órgano, estrellan los címbalos, y en el límite de lo invisible y lo visible, donde hay viento y vuelo de pájaros migratorios, los dragones gimen, de sus bocas sale azufre y agua de lluvias primaverales, el círculo por fin se eleva en lo alto, todas las estrellas se concentran en la morada de la rosa, el azul, el rojo, el blanco, el verde lamen el vidrio, se instalan en un tiempo que dura un instante o todos los siglos, y luego caen y se desparraman como un río suntuoso en el centro, allí donde yo estoy saciado y a la espera, clavado en el asombro y el hastío, allí donde está la cruz, el ángel, el obispo, los rostros delebles, las líneas negras, las líneas blancas...

Sebastiao Salgado y sus éxodos

Uno de los personajes de Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño, precisamente un fotógrafo, habla de las noches del África. Dice que son noches extranjeras y grandes, tan grandes que en un descuido pueden tragarse a los hombres que las viven, o las padecen, o las gozan a su modo. Dice también que esas tierras -se refiere en particular a Luanda, a Kigali, a Monrovia- son como una copia fidedigna del fin del mundo, de la demencia humana, del mal que inevitablemente anida en todos los corazones. Esa locura, esa suerte de apocalipsis, ese horror no lo vemos en la obra de Bolaño. Acaso lo imaginamos pero, en rigor, no lo vemos. Pero sí lo vemos en muchas de las fotografías que conforman Éxodos de Sebastiao Salgado. Salgado es uno de los testigos visuales más conmovedores de nuestros últimos años. Descendiente de esos fotógrafos que lo arriesgan todo, con su cámara en bandolera,  atravesando los territorios del desamparo y de la guerra. Su trabajo está vinculado al de Robert Capa, que murió al pisar una mina en Thai-Binh.  O al de Eugenio Khaldei, que murió en un Moscú que apenas recuerda sus inolvidables fotos de la avanzada del ejército rojo sobre la Alemania nazi. Salgado tropezó con la fotografía por azar cuando estudiaba economía en París, en 1970. Comenzó tomándole fotos a su esposa y a la cotidianidad de la ciudad. No tardó en obsesionarse con las cámaras y en darse cuenta que tenía el privilegio de la intuición de su lado. No es un secreto para nadie que las grandes imágenes son producto de una mezcla milagrosa de intuición y de estar en el sitio y el instante indicados. Salgado empezó a tener misiones en África y América Latina. Hizo el aprendizaje de  los trucajes del oficio en la agencia Gamma. Luego pasó por Sigma. Más tarde por Magnum. Cosechó premios, aplausos, prólogos comprometidos a sus fotografías de Eduardo Galeano y José Saramago.Despertó el interés y el apoyo de muchas organizaciones culturales y humanitarias. La caridad, acaso, de las viejas esposas de los grandes ricos que trafican armas en Europa. En fin, la rabia, la indignación, el estupor de muchos ciudadanos ante la fuerza de esas imágenes. En 1992 Salgado tuvo la idea de cubrir en varios reportajes las migraciones de la Tierra. Antes había realizado un monumental trabajo: La mano del hombre. Una empresa que le llevó cerca de 5 años desplazándose por 20 países. El resultado son 364 fotografías reunidas en un libro imprescindible. Su objetivo es rendir homenaje  a los trabajadores  que aún utilizan sus manos en las labores diarias: pescadores, mineros, estibadores, trabajadores en campos de cacao, caña de azúcar, té y tabaco, en siderúrgicas y fábricas de automóviles y bicicletas. El proyecto de retratar los éxodos fue aún más descomunal. Varios medios de comunicación importantes de Estados Unidos, Brasil, Francia, España, Portugal, Alemania, Holanda e Italia lo patrocinaron. Comenzó entonces el éxodo de Salgado. 6 años de viajes por 40 países para dejar un testimonio de los 130 millones de hombres que hoy viven en países diferentes de aquellos donde nacieron. El resultado lo podemos ver en 300 fotos llenas de una desolación y una esperanza únicas, donde los  espacios son los puertos, las carreteras, las estaciones de tren. En fin, las encrucijadas que configuran el exilio.  3000 páginas publicadas en los diarios del mundo entero. Una serie de 30 cortos documentales sobre el trabajo del fotógrafo  brasileño. Y la publicación de dos libros Éxodos y Los niños del éxodo. El propósito de Salgado es directo: hablar con estas imágenes de la fisura  más dolorosa y trascendental de la vida contemporánea. ¿Y para qué?, nos preguntamos. ¿Para qué toda esta labor que algo tiene de inmenso consorcio cultural?  Pues para que la gente adinerada, explica Salgado, vea, despierte y reaccione ante las terribles situaciones que están pasando allá en la periferia, en donde ocurren los desgarramientos de la Historia. Para que la gente sepa de algún modo que lo que pasa allá tiene que ver con lo que pasa en los supuestos países del centro. Emilio López Lobo, uno de los personajes  de Los detectives salvajes, y Sebastiao Salgado son de esos fotógrafos cuyo mérito en su oficio es el de registrar todas las formas de la insensatez y la desidia humanas. Pero entre los dos hay diferencias. La principal acaso es que uno muere como un suicida en las praderas de Liberia. El otro ha recorrido también ese continente frenético, y todos los otros. Ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones. Ha sufrido los males físicos: el hambre, la sed, los insomnios, algunas dolencias. Y también los males del alma: el miedo, la incertidumbre, la desesperanza. Sin embargo, Salgado siempre ha regresado a la Europa opulenta y segura. Ha regresado a exponer sus fotografías magistrales en blanco y negro, tomadas con sus cámaras Leica. La paradoja en su trabajo algunos la han señalado. Hacer de la miseria humana bellas fotografías. Y luego exponerlas en las prestigiosas salas del mundo que tiene el poder y la vergüenza de verlas.

El beso de la noche por Andrés García Londoño

Para un escritor, uno de los lugares más desafiantes para trabajar, más retadores a la hora de levantar una historia desde la página en blanco inicial, es el delirio: ese lugar donde nacen las obsesiones y palpitan las pesadillas. La razón es que no hay otro marco donde la verosimilitud de un cuento se pueda caer con más facilidad que en ese espacio en claroscuro situado entre la cordura y la locura. Si bien es cierto que para disfrutar de cualquier libro es requisito esencial que el lector le haya prestado al autor su capacidad de creer, en ningún lugar ese préstamo es más condicional que en los terrenos que rondan lo fantástico; allí donde medran las obsesiones que nutren la sombra de nuestra conciencia. Por eso, saber que en los diez cuentos que componen El beso de la noche el escritor no pierde esa confianza, pues consigue mantener el balance, como si fuera un artista del equilibrio que logra pasar una decena de veces sin descansar sobre el abismo, sería ya una razón para recomendar la lectura de este libro. Los personajes son, todos, seres perseguidos por sus fantasmas, aunque las historias varían en lo lejos que los relatos se adentran en lo fantástico para seguirlos y conocerlos. Hay cuentos donde el delirio surge de la realidad más evidente, como “Tomás”, acerca de un joven homosexual que enloquece en medio de la violencia social, o el de la madre y el hijo que crean una pareja incestuosa en el cuento que da título al libro, o el del hermafrodita que se enfrenta a un país enloquecido por sus violencias y prejuicios en “La doble herida”. Otros transcurren en universos donde la obsesión se ha encarnado en una realidad en la que el delirio lo marca ya todo, como el delicado amante necrófilo de “Las mujeres de Aspasio”, el artista moribundo obsesionado con la belleza de las formas del agua en “El salto”, el reciclador que va hasta la locura profunda para regresar con una cordura que supera a la civilización misma en “Figuras con paisaje”, el antiguo cazador de sonidos que no soporta ya el menor ruido de “Las formas de el silencio”, o los transportistas que no encuentran lugar para descargar su ominoso paquete en “El encargo”. Finalmente, hay otros abiertamente fantásticos, como el hombre en “Insectos” que observa cómo las vidas y muertes de esos minúsculos seres se apoderan de su vivienda y de su razón, o “El muerto”, quien trata de regresar a su casa a reencontrarse con los suyos, mientras hurga con sus dedos la herida que ha dejado la bala en su cráneo y se pregunta si aún está vivo. Por otra parte, este libro es todo menos un libro sin patria. Colombia y, en particular, Medellín están entre los pilares sobre los que ha sido construido, tal como también lo son el delirio, la enfermedad o la violencia social. Sin las marcas de ese país y de esa ciudad, sería una obra por completo distinta. Pero no se trata de la “patria boba” de tantos libros que intentan simplemente fotografiar la realidad –la mayoría con poca fortuna, por cierto, lo que no es de extrañar si consideramos que el alma de las ciudades yace en otro lugar distinto al concreto–, pues en lugar de simplemente intentar reproducir lo que lo rodea, Montoya lo pinta, y así hace suya a Medellín tal como Kafka lo hizo con Praga, Amado con Bahía o Joyce con Dublín. En El beso de la noche, Medellín se vuelve literatura. Lo que resulta trascendente, porque es en ese momento en que una ciudad se vuelve literatura cuando comienza a mostrar colores que no habíamos visto antes, y sus fantasmas, terrores y deudas con la historia se transforman en más que palabras sin sustancia y se hacen fenómenos cuyo peso y sustancia sentimos, olemos, palpamos. Pablo Montoya ha publicado ya seis libros de cuentos (siete, si incluimos a las pequeñas historias en prosa poética de Viajeros)… Y en El beso de la noche se notan tanto su experiencia, como la honestidad de su búsqueda. En el silencio mediático que suele acompañar la creación de los autores más concentrados en construir una apuesta propia –es decir,  que no suene a algo ya dicho o siga una forma ya probada–, él es, hoy por hoy, uno de los narradores más sólidos de Colombia.  Ciertamente, El beso de la noche no es un libro para cualquier lector, pues gracias a la dureza de sus  atmósferas y de sus temas es una obra que puede resultar difícil de enfrentar, por lo mucho que tiene de viaje al rincón más oscuro de las mentes, los deseos y la historia. Pero también por eso, quien quiera aproximarse de otra forma al dolor y las dudas que implica no sólo el ser colombiano, sino la misma condición humana, encontrará en él una experiencia nueva, distinta, enriquecedora. Una de esas experiencias que se guardan en la memoria, pues este es el tipo de libro que, una vez leído, amplía nuestra visión de lo posible y nos lleva más allá de las respuestas obvias.

Alcantarilla insondable

Toda gran ciudad es un inmenso estercolero. De la ciudad luz lo afirmaron viajeros en épocas diferentes. Uno de ellos, un italiano renacentista, aconsejaba recorrer la capital francesa con un manojito de flores cerca a la nariz. Otros recuerdan la poco cívica costumbre de los parisinos medievales de desembarazarse de sus porquerías caseras a través de puertas y ventanas. Tal hábito fue muy difícil de erradicar, y lo único que lograron las autoridades, durante mucho tiempo, fue que la gente, antes de lanzarlas, gritara tres veces: "¡Cuidado con las aguas!"  Por siglos las calles durmieron y despertaron en medio de la pestilencia. Se escribieron, siempre con el tono de las desesperadas quejas, numerosos informes salubres. Hubo que enfrentar esas lluvias fatídicas que lanzaban a la superficie los miasmas de abajo. Y, por supuesto, se debió soportar el flagelo de las epidemias. El cólera de 1832 hizo mover, por fin, el engranaje estatal para que se empezara a construir uno de los alcantarillados más óptimos y sofisticados del mundo. Tan sofisticado que figura en la guía de visitas y espectáculos de la ciudad desde 1867. Ir al alcantarillado de París puede resultar excesivo, a no ser que se quiera hacer una tesis de ingeniera sanitaria o algo parecido. Pero es imprescindible para quien desee conocerle el pulso, aunque la palabra pudiera ser otra, a la ciudad donde se vive. Es aconsejable, en todo caso, acercarse a Víctor Hugo. Porque ciertas páginas de Los miserables son como una guía para los que se pierden en medio de cloacas. Recorrido por un París penumbroso, desde los tiempos de Lutecia hasta la segunda mitad del siglo XIX, los pasos de Jean Valjean nos llevan a tientas por el "intestino de Leviathán". Víctor Hugo señala, sin embargo, la gran diferencia entre el alcantarillado de antes y el que existía cuando él acabó de escribir la novela. Este último es un alcantarillado limpio e iluminado cuyo limo se comporta decentemente. Nada que ver con el dédalo nauseabundo de antaño donde a veces se ahogaban amantes en fuga o se extraviaban para siempre temibles proscritos. El de finales del siglo XIX es un sistema de galerías donde, según el escritor, reina una arquitectura propia del más acendrado clasicismo, y en el que las lluvias lavan los cauces en vez de ensuciarlos. No es de extrañar entonces que un sitio así, y en manos de  franceses inclinados a convertir patrimonio cultural hasta sus lúgubres desaguaderos, sea apto para ser visitado y despertar la admiración. Víctor Hugo, de todos modos, previene a sus lectores diciendo que mucho cuidado porque el de París es un alcantarillado respetable pero traicionero, y más hipócrita que irreprochable. Mejor dicho, alcantarillas cuyas apariencias engañan puesto que esconden, detrás de su  aliento sospechoso, los enormes sedimentos de la descomposición humana. Visitarlas ahora hace parte de lo que podría llamarse, increíble paradoja, una "límpida travesía". Y todo empieza con los términos con que los especialistas se refieren a los intríngulis de este subsuelo. La lengua francesa, se sabe, es encantadora por la manera en que aborda ciertos fenómenos. Lo que para el español es un lunar, para el francés es un "grano de belleza"; dicen "arco-en-el-cielo" a nuestro breve arcoiris; a la selva implacable y devoradora la nombran "bosque virgen". Utilizando un mecanismo similar se ha creado un vocabulario propio de las alcantarillas. A los hoyos de entrada en las calles les dicen "miradas", "galerías" a los oscuros pasillos, al sedimento de desechos que se posa en los canales subterráneos lo llaman "arenas bastardas". Retórica empleada para aligerarle al visitante las descripciones del lugar y el oficio del alcantarillero. Oficializadas pues las visitas a las alcantarillas, ellas se hicieron, entre 1892 y 1920, en un vagón. Y hasta 1975 en barco. Las mujeres, cuentan las crónicas, descendían protegidas por un frasquito de perfume. Y los hombres, más valientes, lo hacían con las narices desnudas. La visita, entonces, tenía un cierto rostro de viaje al centro de la tierra. O, si se quiere, a uno de esos extremos de la noche que describe Ernesto Sábato en su "Informe para ciegos", cuando Fernando Vidal se extravía en las "abominables cloacas de Buenos Aires". Hoy es de las cosas más inofensivas. Y no podría ser de otro modo, ya que se trata de recorrer simplemente un museo de la higiene. Lo poco que se puede ver en la actualidad es amplio e iluminado. El corto itinerario es hecho a pie. Y es verdad que ante los pocos metros que representa el museo, comparados con los más de 2.000 kilómetros que abarca el alcantarillado de París, uno podría sentirse "tumbado". Pero ¿a quién se le ocurriría reclamar el barco de otros años para navegar sobre la escoria de sus semejantes? Sin embargo, hay dos trayectos llamativos. El primero es el más emocionante por lo repugnante. Se trata de una vasta galería en sombras desde cuyos barandales se puede observar, a un lado, la nave que usan los trabajadores para transportarse y, al otro, el fluir de una de esas corrientes bastardas. Al observarlas, Heráclito y Hitler vienen a la mente, se piensa en el tímido manantial y en la estruendosa desembocadura, en las millones de bocas que comen y en los millones de anos que regurgitan por los sanitarios. Y es inevitable concluir que una cloaca siempre será una melancólica definición de la condición humana. El segundo es un tramo propiamente informativo. Del techo penden carteleras donde se cuenta la historia del alcantarillado de París, desde el que hicieron los romanos en la época de Julián el Apóstata, hasta las grandes centrales de hoy que tratan las aguas sucias. Lo curioso de este recorrido es que se hace caminando, muy lentamente si uno quiere informarse bien, sobre un depósito de basuras, visible a través del piso enrejado. Original manera de leer la historia del hombre por vencer el poder de sus propias heces. Como la mayoría de los visitantes se hunden en pañuelos o en el cuenco de las manos, se considera que un museo más moderno podría alquilar máscaras. Pero el personal administrativo de las alcantarillas, en razón de sus uniformes, parece estar formado por alcantarilleros. Si es así, cómo pedirles a ellos, acostumbrados a enfrentar los conflictos de los parajes más profundos y enrevesados, misericordia hacia personas que sólo van de paso por la zona pulcra de su gran dominio. Sucedida la visita, se siente una especie de nostalgia por las alcantarillas recreadas en la literatura. Ahora, en las "reales", ya no hay riesgo de perderse. Las que no están ocupadas por clanes de mendigos, respiran bajo el control de una multitud de cámaras computarizadas. ¿Qué cara pondrían Jean Valjean y Fernando Vidal frente a estos alcantarillados, y frente a la circunstancia portentosa  del hombre que le permite hacer de su mierda un motivo de turismo? Quizás los dos levantarían los hombros y, con sus miradas alucinadas, optarían por seguir en sus respectivos vertederos. Y el eco de una sentencia decimonónica se uniría al de sus pasos: "Ciudad eterna, alcantarilla insondable".

El viejo y la montaña

Una montaña bien delineada, dueña de zonas claras y perspectivas oscuras. Con perfiles que en ciertos momentos del día son delicados y en otros vigorosos. Está levantada, como una revelación inesperada, a varios kilómetros de Aix en Provence, sobre un relieve donde predominan las tranquilas sinuosidades del sur francés. Cuando la vemos, desde lo que se llama ahora “el terreno de los pintores”, parece que acabara de surgir como un espejismo de la luz tramado en la distancia. Geológicamente, Santa Victoria ha estado ahí desde hace millones de años, pero en los terrenos del arte es como si hubiera estado siempre a la espera de su pintor. Paul Cézanne la vio tantas veces, en su ir y venir por la ciudad y sus alrededores, que terminó sometido al imperioso deseo de plasmarla. La montaña está presente en 87 de sus pinturas, como protagonista principal o como telón de fondo de algún paisaje de la Provincia. Ella de algún modo, al final de sus días, se convirtió en la suprema obsesión. En esa realidad, entre telúrica y onírica, que le permitiría alcanzar su sueño de llegar a la muerte pintando. En 1901, Cézanne se instaló en las afueras de Aix. Estaba cansado y el escepticismo hacia la estética de los centros artísticos que dominaban entonces, lo había vuelto un poco más huraño y solitario. Con la venta de la residencia familiar de Jaz de Bouffan, compró una finca en la colina de Lauves. El lugar en este verano suave en que lo visitamos, sostenido en el canto de las cigarras y acariciado por el aroma de la lavanda, se conserva casi intacto. En el taller están los abrigos, la sombrilla, el sombrero y la boina, el caballete y los pinceles, algunos bocetos y cartas del pintor de la época en que vertía la montaña en sus óleos y acuarelas. La finca, igualmente, guarda el jardín con sus olivos, higuerillas, un gran cedro del Líbano y el trazado de los senderos que Cézanne tomaba en sus descansos. Y hay algo de rusticidad agreste, un poco de olvido y otro tanto de abandono depositado en las cosas que agrada, porque así se percibe mejor el espíritu de ese último Cézanne que tanto nos conmueve. Como él, emprendemos la caminada que tantas veces realizó. Salimos de su taller y vamos al sitio más elevado de la colina. Cézanne gustaba decir, situado en el rincón desde donde ahora divisamos la gran elevación calcárea, estas palabras: “Mire esta Santa Victoria. Qué impulso, qué sed de sol y qué melancolía en la tarde cuando la pesadez cae y se dulcifica”. Hay unas fotografías correspondientes a 1904 de J. Bernheim Jeune que muestran al pintor frente a la montaña, protegido con su sombrilla de la dureza de la intemperie. Está con su sombrero, frente a su caballete, mirando hacia el valle de donde brota la mole, más bella acaso en sus cuadros que en la realidad. Y es que al ver la Santa Victoria en los nueves óleos y en las 17 acuarelas que hizo Cézanne, recordamos sus palabras cuando se refiere a la belleza y a la verdad. La primera nace cuando se atrapa el instante en la pintura. Y allí reside, casi solitario e inasible, el secreto de la verdad. La verdad pictórica es como un eco de la apariencia de una realidad siempre fugitiva. El 15 de octubre de 1906, Cézanne salió una vez más tras su montaña mágica. Una tempestad otoñal estalló y él no hizo caso. Siguió pintando, mirando su quimera rocosa tras la barrera de la lluvia y del viento, hasta que un síncope lo fulminó. Dos campesinos lo recogieron y lo llevaron en una carreta de lavandero a su finca. Al otro día, indiferente al malestar, Cézanne salió al jardín a retocar uno de sus últimos retratos. No demoró en desvanecerse. Pocos días después falleció quien se consideró a sí mismo como el primitivo exponente de un arte nuevo. Un arte que poco tiempo después, de la mano de su observación prodigiosa y de sus colores únicos, desembocaría en el cubismo, el expresionismo y el abstraccionismo. Finalmente, en el cementerio de San Pedro, fuimos en busca de su tumba. Sabíamos que verla marcaba el límite de nuestro recorrido tras la luz del gran hombre de Aix en Provence. Una placa dice: Paul Cézanne, 1839-1906, pintor impresionista. A un lado derecho del mausoleo y la cruz de piedra, bajo un cielo espléndido en el que ninguna nube se dibuja, se asoma, como una confesión de amor esperado, una punta de la montaña.