Shostakovitch: escuchen mi música y comprenderán

Admirado, cuidado, casi mimado, por la naciente estética comunista. No se podría actuar de otro modo cuando un muchacho de 20 años estrenaba en 1929 su Primera Sinfonía que, desde todo punto de vista, es una obra maestra del género.  Después, con Lady Macbeth empezó el rechazo. Es bastante conocida la crítica que Stalin hizo en el "Pravda", en 1936, frente a esta ópera. Lo que significaba para la época una experiencia musical llena de hallazgos, el mayor sordo del régimen oyó cacofonías, acordes apolíticos, resabios pequeños burgueses que atentaban contra el proyecto de educar las masas con himnos, marchas, canciones y otras músicas proletarias. Tildado de formalista por los guías del realismo socialista, algunas obras de Shostakovich, ovacionadas por la gente que iba a escucharlas y por los que en verdad oían y conocían, se prohibieron en los años de la dictadura stalinista. Durante las grandes purgas del 30, cuando escritores, filósofos, cineastas, músicos y toda suerte de opositores fueron enviados a los gulags, Shostakovitch se salvó porque a Stalin le fascinaba su música cinematográfica. Más tarde, los diferentes gobiernos comunistas erigieron al compositor como el artista que había que mostrar afuera para que se viera, o mejor dicho, para que se escuchara el genio musical producido por la revolución. Ahora, cuando tantos muros y velos han caído, los críticos comentan que lo que revela la música de Shostakovitch, y en especial sus sinfonías, en donde reside su grandeza, es una denuncia de los excesos cometidos por el comunismo. Así, por ejemplo, la Séptima Sinfonía no sólo es un manifiesto contra el totalitarismo nazi que sitió a Leningrado desde 1941 hasta 1944, sino que, a la vez, es un monumento levantado contra todos los muertos provocados por Stalin. Así, por ejemplo, uno de los cuatro monólogos de los poemas de Pushkin  musicalizados por Shostakovitch  -aquel que rememora las minas de Siberia-, es un homenaje patético a los millones de deportados a los campos de la muerte. Así, por ejemplo, la Novena Sinfonía es una burla ante una ideología que vio en la guerra y el frenesí armamentista la pujanza del hombre moderno. Se podría pensar que Shostakovitch, para crear, y para sobrevivir, acudió a un comportamiento sospechoso. Calló, aceptó órdenes, firmó papeles, nunca hizo declaraciones que pusieran en tela de juicio al comunismo, jamás intentó el exilio. Ante los llamados de atención que los comités revolucionarios de la estética le hicieron respondía con cordialidad, casi con sumisión, con su cara de niño bueno extraviado en la adultez. La respuesta más inteligente, sin embargo, que dio Shostakovitch a todo tipo de  preguntas capciosas fue: "Escuchen mi música, allí está todo, y  comprenderán". Hoy la escuchamos de nuevo. Y otra vez es la admiración ante uno de los mejores sinfonistas de la historia de la música. La perplejidad al oír cómo de un mínimo material inicial sus obras evolucionan con una variedad riquísima. Asombro al constatar la manera en que se abrazan en su lenguaje lo revolucionario (su sintaxis armónica, sus estructuras rítmicas, la misma construcción narrativa) y lo conservador (el uso de lo melódico en una época que fue atonal  por necesidad y por esnobismo). Pero lo que se debe comprender, tal vez, es  que esa música se nos revela hoy como uno de los testimonios más conmovedores del siglo XX. En sus obras están encerradas las claves históricas y estéticas que estremeció ese tiempo. Los vientos libertarios y las represiones estatales. El lirismo de la intimidad y el estropicio de los debates públicos. Las propuestas contemporáneas de la ruptura y la antigua y fresca tradición. La pintura, la poesía, el cine, el teatro. El progreso como el más alto sueño y sus huellas destructoras. Lo trivial y lo sublime. La búsqueda de lo trascendental que brota de la escoria humana. En fin, en la música de Shostakovitch ondea la infamia de la historia y la esperanza inevitable que los hombres siguen teniendo en ella.

Piranesi

Trazos 038 Las paredes son mis ojos. Los barrotes, mis manos. El tragaluz, la sombra que me estrangula poco a poco. Las llaves están perdidas en mi conciencia. La huida es factible. Ella conduce a ojos, manos, tragaluces similares. El techo lo veo, pero es inalcanzable. Las escalas las transito, pero no van a ningún lado. Las cuerdas cuelgan, pero nada las sostiene. La luz insinúa la libertad, pero ésta no puedo tomarla. Hay alguien a quien puedo mirar, pero su presencia es efímera. Yo soy un reflejo de esos ojos. Existen tres niveles. El más alto es un sistema de arcos, galerías y peldaños. Sus pasillos no tienen un rumbo preciso. En el más bajo no hay luz, todo es sombrío, y sus espacios son una proyección de mi lugar de origen. En el nivel del medio una ilusión  me impulsa: ir hacia arriba o hacia abajo. Lazos, templados en el vacío, trazan  mi única ruta. En este espacio una vibración aumenta y me parte en pedazos. Su duración es la exacta duración de mis días. Anhelo la caída, pero lanzarse es imposible. Toda noción de impulso aquí se desconoce. El desasosiego lo produce el rigor. La extrema precisión en los ángulos que cortan las paredes.  La perfección inobjetable de sus arcos y columnas. La armonía en el cuerpo de su estatuaria. El equilibrio se ha alcanzado de tal modo que, si no fuera por la finalidad de la construcción, se podría hablar de una inolvidable expresión de la belleza. La tortura se abraza a una completa diseminación de la luz. Los ayes tienen una acústica por donde el eco halla una eficaz resonancia. El horror está afincado en el éxtasis. Aquí ellos aspiran, como los sueños, a la permanencia. La visibilidad es el suplicio. El alivio no consiste en escapar. Este ámbito ha sido hecho sin entradas ni salidas. Simplemente basta cerrar los ojos. Lo intento entonces. Ruego para que sea posible sellar la mirada. Y que alguien, una presencia divina o humana, quite las pinzas. Y mis  párpados puedan abrazar por fin la oscuridad. El grito es la forma de alcanzar la libertad. Soy perpetua búsqueda de él. Pero mi boca está cosida por  el miedo. La palabra barrote. La palabra cepo. La palabra grillo. La palabra gota de agua que cae sobre la frente. La palabra cuerda anudada a la mano y al pie. La palabra cable que electrocuta. La palabra capucha que oculta el espejo. La palabra cuchilla para el cuello. La palabra bala que penetra el pecho. La palabra bomba. La palabra agujero. La palabra condena. La palabra desde donde yo vislumbro la luz. Se levanta en medio de uno de los patios. Su tamaño es descomunal. Hasta tal punto que en ella veo, a la vez, toda alternativa de huida y la más perversa continuación de los tormentos. Cuántas contradicciones no he tenido frente a esa escueta superficie, desprovista de figuras,  pintada con el color propio de las pesadillas. A veces, me acerco a ella y le lanzo improperios. A veces, la considero como una suerte de dios atroz. Una maldición de la cual es imposible desprenderse. Única garantía que me es dada para que el espacio exista y tenga una real dimensión. He llorado frente a su elevada fachada. He estrellado mi cabeza contra los muros. Envuelto en un delirio del que sólo salgo cuando la sirena me hace regresar a la celda. Se me ha dicho, pero la duda cubre esas palabras, que más allá de la ventana no hay ningún inicio de libertad. La posible constatación de esa advertencia me enloqueció durante años. Hoy me llena de un exasperante sosiego. Un canto flota en el espacio. No estoy amarrado. Tampoco tengo quien encere mis oídos. La música de pronto se hace silencio. El empieza a consumirlo todo. Ni ataduras ni asombros pueden detenerlo. La prisión se levanta sobre su vasto territorio. El acero, el granito, el plomo son los materiales de mi encierro. Hay una altura imposible de escalar. Bajo el piso, un piso más definitivo y oscuro. Las horas pasan, repetidas y vacías. Dicen a mi lado, voces de varias generaciones, que no hay salida. Cuando estoy solo miro la lima en mis manos. Hecha de lentitud y paciencia. El tiempo cree devorarme. Y yo dejo que lo haga con minucia. La espera es larga. El agujero, en algún instante de mi vida, habré de terminarlo. La lámpara cuelga de lo alto. Está suspendida de una cuerda que jamás se mueve. Su luz es poderosa. Una agonía irradia de ella. Todos la miramos sin descanso. Encandilados, miramos hasta ver tinieblas. El puente tiene forma de espiral. Se corta donde es imposible cortarse. Se levanta sobre un espacio que es imposible que sostenga algo. Imagino su fin. Pero no es posible concebirlo cabalmente. Sé que lo recorren hombres. Aunque sé también que es imposible que sea recorrido por hombres. Alguien me empuja aquí abajo. Es una sombra como las otras. Es una sombra como yo. Debo empezar a atravesar el puente, me ordena, así no pueda lograrlo. Y la condena empieza cuando doy el primer paso. Y de pronto esta gigantesca rueda. Nada ni nadie la mueve. Existe sólo para aplastar el  movimiento. La única morada: el encierro de mi pensamiento. Prisiones imaginarias

Tarkovski: la nostalgia de la tierra

Antes de morir, en 1986, Andrei Tarkovski pidió que no fuera enterrado en Rusia. La idea de no volver a jamás a su país, ni vivo ni muerto, había empezado con el exilio en Europa, dos años antes. Era el inevitable desenlace de una relación conflictiva entre un artista, que defendía por encima de todo la libertad en la creación, y el estado comunista soviético, siempre enemigo de la expresión de la individualidad. En su diario, que llevó desde 1970 hasta 1986, Tarkovski se queja de las innumerables dificultades que su cine, espiritualista y dubitativo, lento y onírico, suscitaba en la censura estatal: reclamos plagados de la gris estética del realismo socialista, reducción de presupuestos para sus proyectos cinematográficos, marginación mezquina de sus películas y trabas frecuentes para los viajes al exterior. Producto de esta vigilancia y de la estulticia de los guardianes del arte, el más original de los directores rusos se vio obligado a permanecer inactivo durante años. De su carrera resultaron siete películas. No es una gran cantidad si se tiene en cuenta el vértigo productivo de los directores norteamericanos y europeos que fueron sus contemporáneos. Pero ellas bastan para considerar a Tarkosvski como uno de los grandes en la historia del cine. Los tropiezos iniciaron con La infancia de Iván. La película, que trata sobre los estragos que la guerra deja en la sensibilidad de un niño, ganó el León de Oro del Festival de Venecia  en 1962 y puso por primera vez en la escena internacional el nombre de Tarkovski. Sin embargo, no obstante sus numerosos aciertos, la cinta despertó sospechas. La crítica comunista vio un entramado confuso por su presencia onírica y la mirada del heroísmo soviético presente en la Segunda Guerra mundial bastante minimizada. Luego vino Andrei Rubliev (1966), el fresco histórico de Tarkovski que recrea la vida del pintor de íconos medieval. Demasiados rasgos religiosos, dijeron los críticos. Una tendencia al misticismo y a la quietud contemplativa nada apropiada para tiempos en que la estética comunista, cuyo referente era el Eisenstein de la velocidad de los montajes, necesitaba modelos humanos bien parados ante las vicisitudes de la historia. Después apareció Solaris (1972). La película, basada en la novela homónima de Stanislas Lem, es una apuesta por un cine de ciencia ficción intimista. Ni el novelista polaco, ni la censura soviética entendieron la propuesta de Tarkovski. De la crítica de esta última se desprendieron 48 puntos que van desde el rechazo al hermetismo de ciertos pasajes hasta las protestas puritanas, bien comunistas por cierto, por el hecho de que el protagonista de la película se pasea en calzoncillos por la base espacial que estudia el comportamiento de Solaris, un planeta acuático que actúa como una suerte de anómala conciencia divina. Finalmente, Tarkovski realizó Stalker (1979). Stalker es la lectura más contundente e inquietante que el cine ha hecho de la sociedad nuclear engendrada en el siglo XX. La película debió ser filmada dos veces. La primera se malogró porque los rollos con los que se trabajó ya habían sido utilizados. Y la segunda, ejecutada en una central hidroeléctrica abandonada de la Unión Soviética, envenenó los cuerpos de Tarkosvki y de su actor preferido, Anatoli Solonitsyne. Ambos, intoxicados durante el rodaje, habrían de morir de cáncer años después. Tarkovski tuvo demasiados motivos para irse de su país. Y de alguna manera las películas que vendrían después, Nostalgia (1983) y El Sacrificio (1985), están atravesadas por esa relación conflictiva entre tierra natal y exilio. Ahora bien, decir nostalgia de Rusia, en Tarkovski, es decir nostalgia de la madre. Ambas, en su obra, están tratadas como si fueran un paradójico venero. Por un lado, provocan la revelación y la belleza adolorida. Por el otro, representan la más intensa de las crisis. La nostalgia por la madre, en realidad, provoca la melancolía y la parálisis. Y la de la tierra no es más que la suprema alienación. La voluntad de Tarkovski de que sus restos no reposaran en el seno de Rusia, puede obedecer a estas conflictivas convicciones que expone su cine. Pero la negación de las fuentes originarias nunca cura el desgarramiento. Al contrario, provocan más soledad y desolación. Tarkovski pidió que lo enterraran en el cementerio ortodoxo ruso de Santa Genoveva de los Bosques. Su deseo se cumplió. Ni siquiera con la caída del comunismo soviético, su familia aceptó la petición del nuevo gobierno de que se trasladaran sus restos. Su tumba es un pedazo de Rusia en medio de las periferias parisinas. En ella hay una cruz ortodoxa, reproducciones pequeñas y artesanales de íconos de Rubliov. Y las flores que la adornan, aunque quizás sean francesas, remiten a las que en sus películas resisten el limo sórdido y el paso de las estaciones más inhóspitas.

La novela histórica en Colombia por Eduardo García Aguilar

La Editorial Universidad de Antioquia acaba de publicar el libro Novela histórica en Colombia (1988-2008). Entre la pompa y el fracaso, de Pablo Montoya, quien además de narrador y musicólogo es un valiente y generoso crítico de la actividad novelística del país. Montoya, doctorado por la Universidad de París y profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, tiene una vasta obra narrativa donde se destaca su novela Lejos de Roma (Alfagura, 2008), pero ahora decidió dar un vistazo a la novela histórica de las últimas dos décadas que se lee como un ameno relato de viaje y aventura por los paisajes literarios colombianos recientes. Colombia ha tenido excelentes críticos como Baldomero Sanín Cano, Ernesto Volkening, Hernando Valencia Goelkel, Antonio Curcio Altamar, Rafael Gutiérrez Girardot, R. H. Moreno Durán y Alvaro Pineda Botero, para sólo mencionar algunos, pero la frivolidad del medio ambiente cultural reciente ha llevado al olvido sus apoximaciones, dejando el espacio al protagonismo propagandístico de las editoriales multinacionales que inflan a dos o tres nombres y arrasan como un blitzkrieg alemán con toda la otra producción de los escritores colombianos. Por otro lado, casi solitarios y quijotescos, los críticos jóvenes actuales deben ceñirse a los espacios cada vez más escasos para el análisis y sus trabajos se pierden con rapidez en las hojas amarillentas de los periódicos, los sitios internet o las revistas confidenciales, al carecer Colombia, a diferencia de México, de la tradición de recopilar en volúmenes las notas de esos entusiastas y marginales comentaristas nuestros de las últimas décadas, lo que sería útil para ver claro entre la maraña. Por esta razón el nuevo libro de Pablo Montoya es saludable porque se trata de un trabajo de largo aliento, serio, mesurado, argumentado, justo, erudito, donde el autor, sin amiguismos y haciendo gala de su amplia formación académica y su larga experiencia intelectual y vital en Europa, dialoga sin contemplaciones ni zalamerías con todas esas obras que muestran la vitalidad creativa colombiana del post-macondismo. Porque la verdad sea dicha, la proliferación de buenos escritores colombianos después del triunfo del Nobel en los podios de Estocolmo es impresionante y hace casi imposible al lector o al crítico abarcar ese mar de novelas y libros de relatos que salen cada año a borbotones desde hace tres décadas. El proteico Montoya se ha metido con generosidad en ese océano de novelas y ha escogido el aspecto histórico de la actividad, sin duda el más abundante, pues los colombianos seguimos todavía indagando a ciegas en ese mundo de los fantasmas de la Conquista, la Colonia, la Independencia y la Patria Boba, sin saber muy bien a que atenernos. En cinco capítulos nos lleva de la mano para revisar el caso del personaje Bolívar, las guerras civiles del siglo XIX, los lejanos y brumosos fantasmas de la Conquista y la Colonia y las herencias del modernismo. No sólo disfrutamos de su prosa de prestigitador, llena de humor, sarcasmo e ironía, que no se inclina ante los consagrados por la oficialidad ni evita a los escritores marginados, sino que podemos ver la película con cierta coherencia, alejados de las pompas y las ceremonias a las que estamos acostumbrados con la solemnidad que todavía nos devora. Visitar ese análisis no sólo nos revela los secretos de la novelística reciente sino que nos es útil para atar cabos y entender un poco más al país en esta fecha histórica de 2010, cuando celebramos el bicentenario de la Independencia. En capítulo titulado El Caso Bolívar, además de El general en su laberinto de García Márquez, aborda El insondable de Alvaro Pineda Botero, las novelas de Víctor Paz Otero, Nuestas vidas son los ríos de Jaime Manrique Ardila, Sinfonía del nuevo mundo de Germán Espinosa y Conviene a los felices permanecer en casa de Andrés Hoyos, que merece los elogios del autor, porque introduce la « discontinuidad, la equivocación y el sarcasmo » y por ser el « único novelista colombiano » que muestra « la faceta sombría de una edad plagada de ridículos heroísmos ». En Otras guerras y otros próceres, tras evocar La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama, analiza Los ojos del basilisco de German Espinosa, la novela de Samuel Jaramillo sobre el sabio Caldas, así como Amores sin tregua de Maria Cristina Restrepo, La risa del cuervo de Alvaro Miranda, Tanta sangre vista de Rafael Baena e Historia secreta de Costaguama del talentoso Juan Gabriel Vásquez. En este amplio capítulo merece especial atención el libro 1851. Folletín de cabo roto de Octavio Escobar Giraldo, a su parecer una de las más interesantes y modernas novelas históricas colombianas de los últimos tiempos porque  es « extraña, divertida, inteligente y original » y disuelve los mitos de la colonización antioqueña, hasta ahora hundidos en los « rasgos de una grandeza caricatural ». En Apología y rechazo de la Conquista hace una revisión muy crítica de las obras de William Ospina, Ursúa y El país de la canela, que tienen según él « todos los ingredientes para ser novelas del establecimiento colombiano » y aborda las novelas Balboa, el polizón del Pacífico, de Fabio Martínez y Muy Caribe está, de Mario Escobar Velásquez, quien no usa la selva como utilería y « sabe qué hacer con los caimanes y nos los pone simplemente a abrir la boca para que en torno a sus fauces revoloteen las mariposas del realismo mágico». En Estremecimientos de la Colonia hace amplias valoraciones de El amor y otros demonios de García Márquez, El nuevo reino de Hernán Estupiñán y La Ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor, novela « polifónica » de « alta complejidad estructural » sobre el difícil tema de la esclavitud. Luego el libro concluye, en Herencias del Modernismo, con un amplio análisis de Tamerlán de Enrique Serrano. El notable libro de Montoya, que construye cada uno de los capítulos sobre cimientos muy sólidos que muestran su amplio bagaje cultural, es una lectura obligada para quienes deseen tener más claridad sobre los rumbos de la otra literatura colombiana, esa que no se basa sólo en temas de escándalo y construye con pasión otras voces, otros ámbitos más profundos y complejos, lejos de « las explosiones nativas de la literatura que tanto definen a nuestro país ».

Chopin: el alma de la música

En el París de Frédéric Chopin hay un protagonista esencial: el piano. Los años que vivió el músico polaco (1831-1849) entre los salones de la burguesía y de la aristocracia europea residentes en París, corresponden al período más brillante de la música pianística. En la ciudad estaban los compositores, los profesores, los intérpretes y los constructores connotados. Estos últimos sumaban cerca de tres mil y la cifra permite entender porqué a la ciudad la denominaban Pianopolis. Pero, más allá de la música, decir Chopin es evocar otras facetas del arte romántico francés: la poesía de Víctor Hugo y Lamartine, la novela de Balzac y Dumas, la pintura de Delacroix y Géricault. Es, igualmente, sentir la efervescencia de una época estremecida por las revoluciones, no sólo aquellas que se dieron en París en 1830 y 1848, sino el movimiento de resistencia polaca frente a la dominación rusa y del cual Chopin sigue siendo el símbolo más exquisito. Un símbolo, sin duda, complejo y ambivalente. No había un mejor seno para él que el ofrecido por los círculos encumbrados de París, pero nunca lo abandonó la certeza de que él era un perpetuo exiliado y su corazón vibraba con las luchas populares de Polonia. Dibujó con sus Nocturnos, sus Preludios y sus Baladas las melancolías y las ilusiones del amor romántico. Pero cuando hurgaba en las desgracias de su país sometido, el piano asumía otros matices. Robert Schumann gustaba decir, al escuchar sus Mazurcas, que en esos sonidos había cañones disimulados tras las flores. Es en esta confluencia de rebeldía y nostalgia donde se sumerge entonces el secreto de la obra más deslumbrante del repertorio pianístico de todos los tiempos. Pero el contorno contradictorio de Chopin no sólo se hunde en la coyuntura de compromiso político y ensueño amoroso. Es notoria también cuando se trata de darle un sitio a su música y a su personalidad dentro del Romanticismo. Chopin fue, en realidad, un romántico a contrapelo. Detestó siempre el melodrama que caracterizó a su movimiento. En una época fascinada por la presencia excesiva del virtuosismo musical, su obra supo distanciarse de la acrobacia técnica para optar por la expresividad. Henrich Heine, al escucharla, definió muy bien el lugar de su procedencia: “Chopin desciende del país de Mozart, de Rafael, de Goethe. Su patria es el reino encantado de la poesía.” Y se sabe que para otorgar relieve a este reino, Chopin se trazó un camino que le pareció de una claridad impostergable. Se separó del formato orquestal, ignoró completamente la moda operística e hizo una obra donde el piano es lo único y lo inolvidable. Romántico a su modo, muchas de sus actitudes estuvieron marcadas por la paradoja. Siempre consideró con desdén el boato de la sinfonía romántica que en Berlioz tuvo su máximo representante, pero una amistad profunda unió a los dos músicos. Como virtuoso del piano, compartió la celebridad con Liszt, pero entre ambas personalidades hay una distancia inmensa, esa que existe entre el aleteo extravagante y la detenida sobriedad. Balzac los definió con justeza: el uno era un diablo húngaro, el otro un ángel polaco. Del mismo modo, Chopin se mofaba de uno de los credos estéticos que su tiempo había instaurado con bombos y platillos, el de la música programática, credo que otorga a las obras musicales un sospechoso sentido literario. Chopin se enojaba cuando le decían que su música era como riachuelos cristalinos, como susurros melancólicos, como campanas en el campo; pero su correspondencia está llena de autodefiniciones musicales que acuden a comparaciones semejantes. Y en el plano del amor sí que se presentó este perfil contradictorio. Chopin, de contextura frágil y de refinamientos de melindre, llamaba la atención de mujeres que, de algún modo, se le parecían. Sin embargo, su relación más duradera la vivió con  George Sand, escritora tempestuosa y bastante masculina. Dicen que cuando se conocieron, él dijo: ¿quién es esa dama que se viste como un varón?; y ella, a su vez, dijo: ¿quién es ese señorito que parece una señorita? La pareja Chopin-Sand llamó la atención, más que cualquier otra, de los cronistas de esos años. Y es gracias a las confesiones de la novelista que se conocen algunas de las intimidades de su amante: Un Chopin que era quebradizo en el ejercicio de la pasión, pero soberbio como pocos en el arte de la composición. Del primero Sand escribió frases que hoy resultan tristemente escandalosas: “Mi pobre pequeño, mi enfermo de todos los días, yo tenía la sensación de acostarme con un cadáver”. Pero con el otro se asombraba para escribir después: “Su creación era espontánea, milagrosa, la encontraba sin buscarla, sin preverla”. Tales oposiciones, bien románticas por cierto, duraron hasta que Chopin, arrasado por la tuberculosis, murió a la edad de 39 años. Una vida breve, como la de Mozart, como la de Schubert, como la de Bizet. Apariciones en la noche, especies de juventud detenidas en la febrilidad. En su apoteosis fúnebre, Théophile Gautier describió la esencia de Chopin: “El alma de la música ha pasado por el mundo”.

Urmas Sisask: Músico de las estrellas

Los planetas es la suite sinfónica que el compositor inglés Gustav Holst, un poco astrólogo y untado de hinduismo, hizo a partir del sistema solar. Muy rápido Holst logró popularidad por la brillante instrumentación de su suite. Y ya es un lugar común escuchar algunos de sus fragmentos en los documentales o las propagandas que se realizan sobre la conquista del espacio. La intención del músico de Estonia Urmas Sisask, nacido en 1960, es de algún modo semejante. Pero es menos grandiosa y por lo tanto más poética. Las diferencias en el trabajo de ambos son obvias. Holst utiliza una orquesta descendiente directa de la de Bruckner y Mahler. Sisask se fundamenta, al menos en lo que ha compuesto hasta ahora, en el piano. Aquel talla, y el verbo no es fortuito, astros. Este teje constelaciones. En fin, si el uno merodeó en la astrología, el otro dirige en la actualidad un observatorio astronómico en su país. No se trata, sin embargo, de comparar dos obras que, de entrada, son radicalmente diferentes. Sino de decir, más bien, que en la música hay una tendencia que se sumerge en los secretos del firmamento. Los sumerios no fueron los primeros en escudriñar el arriba. Aunque tienen el privilegio de haber extraído de ese asombro las primeras cartas zodiacales. Por desgracia, de su música sideral no se conoce nada, ni siquiera un frágil eco que haya permanecido oculto entre las piedras. Los griegos, que se  volvieron más sabios y mitómanos frente a la bóveda celeste, también le cantaron al cielo. De ellos sí se conservan algunos himnos al Sol y a Apolo. Sisask hace parte de esta milenaria tradición. A la manera de los hombres de la antigüedad, cosa extraña en un científico, cree que en las constelaciones flota una música primordial. Desde su infancia, marcado por la soledad y el aislamiento -Sisask es hijo de un guardabosques- adquirió pronto el hábito de observar el cielo. Y como en los bosques de Estonia los días son cortos y la evidencia de estar viviendo en la penumbra somete a sus habitantes a una continua duermevela, Sisask se volvió un  vigilante de las estrellas. El ciclo del cielo estrellado, correspondiente a la visión que se tiene del hemisferio norte en una noche abierta, fue compuesto entre 1980 y 1993. Son 22 fragmentos que dan la impresión de ser luminosidades armónicas arrancadas al gran silencio del cosmos. Al utilizar un lenguaje íntimo, novedoso pero tonal, Sisask es un claro descendiente del Satie de las cortas piezas esotéricas. Su Ciclo está surcado de tiempos y tímbricas diferentes favorecidos por la propia significación anímica que las constelaciones suscitan en alguien que las ha indagado. Así desfilan ante nuestros oídos un Acuario soñador, un Zorro inquieto, una Ballena lenta pero que lo traga todo, una explosiva Andrómeda, un Toro huyente, una Serpiente engañosa, un Cuervo que vuela desesperado, una inasible Paloma, una Osa Menor apacible, un Orión deslumbrante, un meditativo Perseo. ¿Música y astrología? o ¿música y astronomía? En los sonidos el resultado conduce a lo mismo: al misterio y a su momentánea revelación. El mérito de Sisask es precisamente revelar a través del piano algún rasgo de las estrellas. Polvo galáctico hecho polvo sonoro. Somos los hombres y los astros, parece susurrar esta música, sonidos materializados. Surgidos de una gran explosión cósmica que equivale a decir, ente nosotros, a una vibración desencadenada. Y, entre los primitivos, a un soplo, a un grito, a una palabra pronunciada al inicio del tiempo. El propósito de Urmas Sisask recuerda bastante al de Olivier Messiaen. Como el francés, que hizo gran parte de su obra basado en el canto de los pájaros, el estonio construye la suya a partir de las estrellas. De esta forma al Ciclo del cielo estrellado ha añadido uno más correspondiente al hemisferio sur, una Vía Láctea, los siete momentos musicales llamados Pléyades, un Cielo del Zodíaco y un Cielo para niños, obras todas escritas para piano. Poco a poco tal repertorio llama la atención de intérpretes y oyentes. No es raro leer en los comentarios de críticos respetables que la de Sisask es una de las más sorprendentes y admirables obras pianísticas de los últimos años. Y mientras se toca en París, en Moscú y en Nueva York, su creador sigue pendiente de las galaxias desde su observatorio. Y pensando que al hombre sólo le resta obedecer las leyes cósmicas y alegrarse de existir en una de las esferas más diminutas del universo.

Las noches de Brassaï

Brassaï hizo de París, y sobre todo de sus noches, un mito. Curioso de las calles, salía con su equipo a retratar los ámbitos de la ciudad misteriosa. Una pequeña maleta cargada de accesorios, el flash, las bombillas, un trípode de madera y el cigarrillo. Brassaï era de esos fotógrafos que tenía el tiempo a su favor. Es decir, podía caerse el mundo pero él, con su cigarrillo interminable, esperaba el momento indicado. Demostraba así que la gran fotografía poco tiene que ver con el azar. Y esperaba con la certeza de  ser testigo de la embriaguez, la orgía, la miseria. Luego tomaba la foto y, a la manera de las puertas y los muros, tenía la virtud de salir limpio de la noche cuando el alba despuntaba de cualquier mirada o resquicio. Entonces, Brassaï, ese "ojo vivo" al decir de Henry Miller, fijaba en el papel los vagos resplandores de ciertas esquinas. Los puentes urdidos por la bruma. El río reflejando su soledad universal. Los árboles, esos vigilantes ausentes. París de noche con sus 64 fotografías salió editado en 1933, y muy rápido se convirtió en un símbolo. De algún modo, fue la faceta sobria del extravagante surrealismo. Un delicado respiro de poesía visual, hecho de luz y sombra, antes de la llegada frenética de los nacionalismos europeos. En esas imágenes la urbe era rescatada del estropicio y la monotonía de las jornadas diurnas. París, como lo afirmaba Paul Morand, salía de su conservadurismo luminoso y se volvía oscuramente revolucionaria. Pero lo que es inolvidable en esas fotografías de Brassaï no es sólo su visión ensoñadora de los objetos que construían -muchos la siguen construyendo hoy- a la ciudad. Su acierto es el de haber sabido sopesar, medir, definir esa penumbra tomando como eje al único protagonista capaz de merecerla: el hombre. Porque las noches parisinas de Brassaï son sus transeúntes anónimos. Los maleantes que se confunden en un mismo rostro desde los tiempos medievales. Las putas de las calles y los cabarets como diosas degradadas. Los mendigos que, alrededor de tímidas fogatas, parecen vencidos guerreros extraviados en la historia. "Fue por tratar de agarrar la noche de París, que me convertí en fotógrafo", estas palabras de Brassaï vienen siempre a la mente del viandante cuando recorre ciertos de sus parajes brumosos. Y por haberla sorprendido en su intimidad desnuda, sus fotos vuelven a las revistas y a las salas de exposiciones. Y París, que es vanidosa por naturaleza o por artificio, dice siempre a sus habitantes que vayan a mirarse en esas aguas de papel, tramadas por el que nació en Brasso, allá en la húngara Transilvania.

La casa de Balzac

París obsequia gratos encuentros con las huellas del escritor proteico. Su tumba, en Père Lachaise, es uno de los sitios claves. Varias veces he recorrido el camposanto laberíntico no para poner una flor, o un papel con una frase de agradecimiento que el viento ha de llevarse rápidamente, sino una mirada dirigida al busto de Balzac, mientras evoco sus personajes inolvidables: Luis Lambert, Papá Goriot, Eugenia Grandet, el coronel Chabert. El otro lugar está en el Bulevar Raspail. Allí se levanta la escultura que Rodin le hizo. Grotesca, enorme, imponente. Un Balzac vestido con el hábito de monje laborioso, haciendo un gesto sarcástico a ese futuro impredecible que hay siempre en frente de las estatuas. Los domicilios propiamente parisinos de Balzac casi todos han desaparecido. Pero aún queda uno, donde puede encontrarse un vestigio  más intenso del autor de Las ilusiones perdidas. Se trata de la casa que Balzac habitó entre 1840 y 1847, situada en el corazón del entonces pueblo de Passy. En principio, Balzac la alquiló con un nombre falso para refugiarse de los acreedores que lo asediaron durante casi toda su existencia. Estaba ubicada en una colina y era el sitio indicado para retirarse del estropicio de un París que Balzac, mejor que nadie conoció y fijó en sus novelas. Sin embargo, en esta morada el escritor no pudo escapar del demonio de la creación, ese que le chupó todas las energías hasta dejarlo exánime un día de agosto de 1850. En la casa, ahora convertida en uno de los museos más entrañables de París, está la mesa donde Balzac no sólo escribió algunas de sus obras más importantes -Un asunto tenebroso, Esplendores y miserias de las cortesanas, El primo Pons, La prima Bette-, sino sobre la que, además, fue corregido el conjunto de La comedia humana.  Una mesa pequeña, labrada bastamente y con patas de arabescos, que es prohibido tocar. Pero que yo, aprovechando el descuido del vigilante, rozo con la mano varias veces. Balzac se refería a esa mesa en términos entre cariñosos y compasivos: "Testigo de mis angustias, de mis miserias, de mis derrotas, de mis alegrías, de todo... Mi brazo la ha usado por completo a fuerza de pasearse tanto sobre ella cuando escribo".  Otro de los objetos que llaman la atención es el célebre bastón, con incrustaciones de oro y turquesas, que el escritor se mandó hacer  para darse alardes de noble. Bastón objeto de numerosas burlas. Una de ellas aconsejaba admirar más la mágica caña que su dueño, ya que éste era un charlatán cuyo  único mérito era la manera en que se servía del bastón. En esta casa de cinco piezas Balzac trabajó encarnizadamente. Sometió su cuerpo a una disciplina suicida de poco sueño y excesivo café para poder culminar el descomunal proyecto de retratar la sociedad francesa de su tiempo. Balzac, a veces, salía a recoger en el jardín, que aún se conserva, las violetas y las lilas de la primavera. A veces, también, se dejaba irrigar por la luz de un sol que entraba huidizo por las ventanas entreabiertas. Luego miraba los pequeños montes circundantes tocados por esa luz inolvidable. Y entonces escribía, a la lejana amante de Ucrania, que así era cómo Dios debía anunciar la felicidad.

Erik Satie o la danza de la grulla

ERIK SATIE O LA DANZA DE LA GRULLA En el cementerio de Arcueil, en las afueras de París, está la tumba de Erik Satie. Una pequeña placa dice: "Aquí reposa un músico inmenso, un hombre de corazón". El cielo está despejado y el aire es frío como corresponde a un día de invierno. En el cementerio no me tropiezo con nadie. Hoy los muertos están más solos que de costumbre. Pienso, mientras recorro los senderos, que siempre habrá un momento para celebrar a Erik Satie. Y no será necesario esperar fechas y efemérides, y tampoco visitar campos santos situados en poblados periféricos. Siempre existirá la ocasión para compartir con alguien cercano el secreto de lo que es a la vez simple y profundo.  Las  cortas piezas para piano de Satie -y tal vez decir esto sea un pleonasmo-, poseen ese secreto. Son como la quietud atravesada por leves sacudidas. La llama de la vela atravesada por el aleteo de una criatura fabulosa. Fulgores que irrumpen en el espacio, a la manera de un pestañeo invisible, para despejar la rotunda oscuridad del camino. Música, en fin, que define el misterio de la belleza con pocas notas. Y uno quisiera que los acordes se repitieran hasta el infinito. Pero entonces Satie y sus sonidos se volverían espantosos. Y nada más lejano a la pesadilla, y a los círculos infernales, que sus Pequeñas danzas para la trampa de Medusa, que el calor de sus Piezas frías, que la íntima atmósfera de sus trozos rosacrucistas, o los dibujos raros diseñados en las Danzas góticas. En Satie, a diferencia de casi todos los demás compositores, lo remoto se hace reciente, y la pesadez de lo que se pretende evocar con los sonidos se transforma en levedad con una sencillez asombrosa. En sus Ojivas, por ejemplo, por ningún lado la imagen del brumoso medioevo. Más bien líneas ligeras que buscan el infinito. Las Gymnopedias, que tienen que ver con danzas severas hechas en homenaje a una diosa de la tierra, es un sortilegio de manos de aire que acarician. ¿Y qué decir de las Gnosianas? Son seis obras cuya duración no va más allá de 15 minutos. Compuestas entre 1889 y 1897, están ancladas en un tiempo sonoro que, según algunos, fue dado al compositor por sus contactos con ciertos ritos de la Grecia antigua. Hay una imagen en la elaboración de esta música singular. Satie la percibió en la visita hecha a la Exposición Universal de París en 1889, particularmente en la sección de músicas exóticas. Satie, con los ojos cerrados, vio una grulla sagrada moviéndose por los alrededores del laberinto de Cnosos. Vio la imagen de un vuelo. Un vuelo presente pero hundido en el mito, que es un pasado trajeado de hoy anclado en el futuro. Y desde entonces, obsesionado, se empecinó en seguir su rastro para no perderse en los zig-zags que surcan las contingencias del mundo. Yo, oyente extraviado en el tiempo, también me aferro al ave cuando escucho las Gnosianas. Y creo, por un instante, más en el azul aleteo de la grulla, que en aquel hilo de Ariadna, tan manoseado ya, tan carente de brillo en nuestros días.

La prédica a los pájaros

giotto-10 Hondos dolores le atraviesan el bazo. El hígado, alterado por los ayunos, se manifiesta en vaharadas que le salen por la boca. Su cuerpo huesudo algo tiene del vigor de antes. De esas jornadas de la adolescencia última cuando todo giraba en torno al asueto, a los ejercicios ecuestres, a la opulencia de las mercaderías. Los pies, envueltos en sandalias, están aporreados por los senderos. Lleva una barba rala donde se enredan briznas de paja, espartillos, extraviadas alas de insecto. La calva sobresale como una areola mal trazada. Habla como si entonara una cantinela. Y su lengua frecuenta una mezcla de vocablos extranjeros. Los ojos son dulces pero no límpidos. Porque la enfermedad le ha cubierto la mirada con la densidad propia de las aguas limosas. Verlo en silencio es estar frente a un cauce detenido. Observar sus ojos en medio de las prédicas del amor y la pobreza hace pensar en dos fuerzas que disputan. Las manos, largas y blancas, guardan un tenue eco del contorno de las doncellas. En una la cicatriz aparece. Una cruz que abarca el dedo pulgar. Es el recuerdo de un pájaro hambriento que comió trigo en su mano. Este texto forma parte del libro "Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto", Tragaluz Editores, Medellín, 2009, 105 p.