Velázquez

trazos-0291 El filósofo dice: "Adonde quiera que vuelvo la mirada, descubro indicios de mi vejez". Yo debería decir: adonde dirijo mis ojos, descubro los de Velázquez. Imperturbables. Devoradores de todo lo visible. Arduos como el paso del tiempo. Llenos de consuelo como las cosas que intentan nombrar el tiempo. Estoy hablando de la música y las otras bellas artes. De la lluvia y el viento hechos con la fragancia de las olivas. De las palabras que edifican el amor en un momento y la amistad a lo largo de los años. Quisiera creer, como el filósofo, que hay un placer único en este agotamiento de las pasiones. Pensar que en la degradación de los rasgos, en la progresiva pérdida de todos los encantos, la felicidad se oculta. Hace poco, el sabor de las ostras me parecía una forma del poder de los sentidos. Hace poco, yo hallaba en el goce de la carne uno de los mejores rasgos del amor. Pero ya en mis labios la palabra voluptuosidad tiene la resonancia de nostalgia. Y existe un cansancio en la frente. Y la mano tiembla al deslizarse por los barandales opulentos. Y hay un estremecimiento en la voz que la hace seria y solemne, pero también sola y quebradiza. Además está el Imperio. Basta ver mi imagen en tu tela para darse cuenta de que él, como yo, somos prefiguraciones de la muerte. No otra cosa podríamos aventurar sobre España. Todo en ella es rebelión, inconformismo, deseo desordenado de cambiar sin saber muy bien si lo buscado es mejor que lo que ahora poseemos. Ver ese fin en mi rostro acaso sea menos ostensible que sentirlo en los campos de batalla. O en el alboroto de las rúas. O en el ir y venir de los galeones por nuestros mares. En ambas, sin embargo, se adivina la muerte de España. Porque España se acaba, Velázquez. Su grandeza muere con lentitud. Se deshace ante tus ojos con  melancolía. Y yo pienso en esas luces que de pronto llegan. Y tocan los objetos de una sala oscurecida. Simples objetos vueltos inolvidables en sus repentinas fulguraciones. Y luego sólo queda un  silencio y sombras despedazadas. ¿Qué sucederá, pregunto, con esas lánguidas huellas de la luz? No te quedes callado, pintor mío. Haz una pausa y trata de responderme. Felipe IV

Holbein el joven

Holbein el joven La noticia brotó, brusca, de la universidad. Junto a uno de los eucaliptos, que bordean su entrada, Tomás cayó ultimado por la policía. Un cerco de uniformados impidió, durante los minutos de la agonía, que el estudiante recibiera atención. Tarde fue cuando el automóvil llegó al hospital. El cuerpo fue trasladado a la morgue donde, eso explicaron, se le hizo una autopsia necesaria. La noticia, como agua desbordada, se regó por la pequeña ciudad de Tunja. Las emisoras repitieron el aviso. Las oficinas y comercios cerraron de inmediato. El tránsito de las calles se detuvo. La policía, expectante, se acuarteló. Una multitud de estudiantes fue reuniéndose en la plaza principal. Allí debía llegar, en horas de la noche, el ataúd. Nuestro plan era hacer un cortejo hasta la alcaldía en medio de consignas dolientes. Luego tomarnos la sala magna y velar a Tomás, con discursos y canciones, hasta el amanecer. En la mañana, la manifestación  acompañaría el sepelio hasta el lejano cementerio, en las afueras de la ciudad. Una traba absurda, sin embargo, tenía el ataúd atascado en las instalaciones de la morgue. Yo fui escogido para llevar la carta con la orden oficial que exigía la salida del compañero. La sala estaba sola. Las consignas, que me habían seguido, continuaban  afuera. Sobre una de las plataformas vi el cuerpo. Largo y extenuado como una espada sin brillo. Un calzón cubría el genital. Las costillas estaban envueltas en un cartílago amarillento. El formol era un látigo de oprobio disperso en  la sala. Tomás, pensé, poseía la fealdad de la muerte. Su pelo, mojado en partes, era un pegote. Los ojos, dos fosas vacías que algún chulo había picoteado. Los labios entreabiertos dejaban ver puntas de dientes semejantes a un horizonte que ya nadie habría de ver. La muerte, me dije, era eso. Un mar, un valle, una selva, una boca desaparecidos para siempre de los ojos de los hombres. Busqué la herida. La encontré en el costado. Me asombré porque no estaba, como decía el rumor en la plaza, cerca del corazón. Era una llaga hecha por una sanguijuela y no la herida de una bala. Me acerqué. Tomás tenía las manos y los pies maniatados. En su cabeza, hacia las sienes, coágulos de sangre se amontonaban. Un calor arrasó mi rostro. Tomás había sido asesinado y su cuerpo maltratado con sevicia. Quise salir de la sala para que la gente supiera la verdad. Que la noticia ganara la plaza e hiciera explotar la rabia contenida de la multitud. Pero alguien me tocó el hombro. Indignado, tomé al hombre por las solapas de su delantal médico. Demoré segundos en entender su alegato. Logró soltarse y me ordenó seguirle. En otra de las salas estaba el ataúd con Tomás. Y el hombre de al lado ¿quién es?, pregunté con vergüenza. El médico levantó los hombros y contestó: un desechable, quizás. Cristo en la tumba

Lejos de Roma, exilio y poesía por Pedro Arturo Estrada

Voz del exilio, voz de pozo cegado, voz huérfana, gran voz que se levanta como hierba furiosa o pezuña de bestia, voz sorda del exilio Álvaro Mutis La poesía como entrevisión y cosmovisión, la poesía como fundamento y propósito creador lo obsesiona,  mueve su mano al escribir. Más que escritor de oficio —que lo es-,  en esencia se asume poeta por vocación y destino a la luz de una conciencia rigurosa del lenguaje, incluso cuanto más sencillo y transparente parece. Pablo Montoya es uno de los escritores que todavía mantienen entre nosotros, un interés completo por el lenguaje connotado como elemento activo de toda creación literaria, a contracorriente de algunas tendencias que más bien se vanaglorian de su simplismo y empobrecimiento expresivos. Desde los primeros Cuentos de Niquía (1996), hasta sus magníficos ensayos de arte, música y literatura, sus novelas, pero sobre todo sus precisas e intensas prosas poéticas como Habitantes (1999), Viajeros (1999) y Cuaderno de Paris (2006), se evidencia en Pablo Montoya la consistencia de un estilo, la depuración y eficacia de una escritura rica en sugerencias y al mismo tiempo en silencios hondos; una ambición mucho más amplia que la del narrar por narrar mismo, una necesidad de buscar más allá de los límites convencionales del género como tal, algo que desde mediados del XIX toda literatura auténtica asume: la hipertextualidad. (1) Más »

Lejos de Roma por Gabriel Arturo Castro

Librito mío pequeño (aunque no por pequeño te miro con malos ojos), vas a ir sin mí a Roma, a donde ¡ay! No le está permitido ir a tu dueño. Ve, pero sin ornato alguno, como conviene al libro de un exiliado: como infortunado que eres, muéstrate con el ropaje propio de las circunstancias. (Ovidio, Tristes, libro I) Lejos de Roma es otro ejemplo de la incesante y fructífera escritura de Pablo Montoya, dado que es de los pocos creadores colombianos que poseen una conciencia y un compromiso con la palabra. Lentamente va dejando un importante magisterio, una obra narrativa y ensayística de altísima calidad. Su linaje literario es de los grandes fabuladores, quienes juntan misterio, poesía, conocimiento de la historia y de la cultura. Poseedor de una literatura sin fronteras, sus preocupaciones alcanzan hondas parcelas de la condición humana: las relaciones entre literatura y música u oralidad y escritura, además de hondas búsquedas acerca la función social y política del escritor, la crítica literaria, el erotismo, la ciudad, el exilio, la violencia, el viaje, el estoicismo, la mujer, el poder y la resistencia, entre tantos otros motivos de creación. Más »