Piranesi
Las paredes son mis ojos. Los barrotes, mis manos. El tragaluz, la sombra que me estrangula poco a poco. Las llaves están perdidas en mi conciencia. La huida es factible. Ella conduce a ojos, manos, tragaluces similares.
El techo lo veo, pero es inalcanzable. Las escalas las transito, pero no van a ningún lado. Las cuerdas cuelgan, pero nada las sostiene. La luz insinúa la libertad, pero ésta no puedo tomarla. Hay alguien a quien puedo mirar, pero su presencia es efímera. Yo soy un reflejo de esos ojos.
Existen tres niveles. El más alto es un sistema de arcos, galerías y peldaños. Sus pasillos no tienen un rumbo preciso. En el más bajo no hay luz, todo es sombrío, y sus espacios son una proyección de mi lugar de origen. En el nivel del medio una ilusión me impulsa: ir hacia arriba o hacia abajo. Lazos, templados en el vacío, trazan mi única ruta.
En este espacio una vibración aumenta y me parte en pedazos. Su duración es la exacta duración de mis días.
Anhelo la caída, pero lanzarse es imposible. Toda noción de impulso aquí se desconoce.
El desasosiego lo produce el rigor. La extrema precisión en los ángulos que cortan las paredes. La perfección inobjetable de sus arcos y columnas. La armonía en el cuerpo de su estatuaria. El equilibrio se ha alcanzado de tal modo que, si no fuera por la finalidad de la construcción, se podría hablar de una inolvidable expresión de la belleza. La tortura se abraza a una completa diseminación de la luz. Los ayes tienen una acústica por donde el eco halla una eficaz resonancia. El horror está afincado en el éxtasis. Aquí ellos aspiran, como los sueños, a la permanencia.
La visibilidad es el suplicio. El alivio no consiste en escapar. Este ámbito ha sido hecho sin entradas ni salidas. Simplemente basta cerrar los ojos. Lo intento entonces. Ruego para que sea posible sellar la mirada. Y que alguien, una presencia divina o humana, quite las pinzas. Y mis párpados puedan abrazar por fin la oscuridad.
El grito es la forma de alcanzar la libertad. Soy perpetua búsqueda de él. Pero mi boca está cosida por el miedo.
La palabra barrote. La palabra cepo. La palabra grillo. La palabra gota de agua que cae sobre la frente. La palabra cuerda anudada a la mano y al pie. La palabra cable que electrocuta. La palabra capucha que oculta el espejo. La palabra cuchilla para el cuello. La palabra bala que penetra el pecho. La palabra bomba. La palabra agujero. La palabra condena. La palabra desde donde yo vislumbro la luz.
Se levanta en medio de uno de los patios. Su tamaño es descomunal. Hasta tal punto que en ella veo, a la vez, toda alternativa de huida y la más perversa continuación de los tormentos. Cuántas contradicciones no he tenido frente a esa escueta superficie, desprovista de figuras, pintada con el color propio de las pesadillas. A veces, me acerco a ella y le lanzo improperios. A veces, la considero como una suerte de dios atroz. Una maldición de la cual es imposible desprenderse. Única garantía que me es dada para que el espacio exista y tenga una real dimensión. He llorado frente a su elevada fachada. He estrellado mi cabeza contra los muros. Envuelto en un delirio del que sólo salgo cuando la sirena me hace regresar a la celda. Se me ha dicho, pero la duda cubre esas palabras, que más allá de la ventana no hay ningún inicio de libertad. La posible constatación de esa advertencia me enloqueció durante años. Hoy me llena de un exasperante sosiego.
Un canto flota en el espacio. No estoy amarrado. Tampoco tengo quien encere mis oídos. La música de pronto se hace silencio. El empieza a consumirlo todo. Ni ataduras ni asombros pueden detenerlo. La prisión se levanta sobre su vasto territorio.
El acero, el granito, el plomo son los materiales de mi encierro. Hay una altura imposible de escalar. Bajo el piso, un piso más definitivo y oscuro. Las horas pasan, repetidas y vacías. Dicen a mi lado, voces de varias generaciones, que no hay salida. Cuando estoy solo miro la lima en mis manos. Hecha de lentitud y paciencia. El tiempo cree devorarme. Y yo dejo que lo haga con minucia. La espera es larga. El agujero, en algún instante de mi vida, habré de terminarlo.
La lámpara cuelga de lo alto. Está suspendida de una cuerda que jamás se mueve. Su luz es poderosa. Una agonía irradia de ella. Todos la miramos sin descanso. Encandilados, miramos hasta ver tinieblas.
El puente tiene forma de espiral. Se corta donde es imposible cortarse. Se levanta sobre un espacio que es imposible que sostenga algo. Imagino su fin. Pero no es posible concebirlo cabalmente. Sé que lo recorren hombres. Aunque sé también que es imposible que sea recorrido por hombres. Alguien me empuja aquí abajo. Es una sombra como las otras. Es una sombra como yo. Debo empezar a atravesar el puente, me ordena, así no pueda lograrlo. Y la condena empieza cuando doy el primer paso.
Y de pronto esta gigantesca rueda. Nada ni nadie la mueve. Existe sólo para aplastar el movimiento.
La única morada: el encierro de mi pensamiento.
Prisiones imaginarias